A veces pienso que estoy postrado
en la cama blanca de un hospital. Parece un balneario.
Karlovy Vary, al oeste de Praga.
Rezo ante la colina de las tres cruces.
Admiro
la columnata del Molino
y Santa María Magdalena, protectora iglesia Termal.
Bebo agua a 70 grados centígrados de las sesenta
fuentes.
No veo el mar. Sólo jardines inmensos e ilustres
visitantes
que algún día pasado pisaron la elegante
ciudad del valle.
Es sábado y bebo también cerveza negra
traída
de U Flekú.
Ingiero becherovska de Bohemia
y
silvovice dulce
como
un veneno letal.
Allí están los paseantes ilustres:
el
alma en pena de Rilke,
el alma atormentada de Kafka,
el alma mágica de Antonín Dvorak,
el alma triste de Goethe,
el
alma seria de Schiller.
Paseo junto al poeta polaco Adam Mickiewicz
y al escultor Bretislav Werner.
Smetana evoca las bellas calles
de la ciudad en la que confluyen
los
ríos Teplá y Onhré,
abrigados por las montañas
Krusné
y Doupovské.
Subo hasta la cima por entre los árboles del bosque
Slavkovsky
y desde la alta atalaya me siento feliz.
Respiro mi nueva naturaleza de pájaro, la armonía
de los ojos, el compás del cielo en mis pupilas.