Cuando no ocurre nada, es primavera y llueve
como
si fuera invierno,
me quedo quieto mirando el agua en el cristal de la ventana.
Recuerdo que África queda lejos y evoco el polvo
de las calles
y el calor de los cuerpos que caminan en agosto.
El sudor me cubre los brazos, las palmas de las manos,
la frente, y entonces tu figura morena,
pequeña se mueve entre las transparentes perlas
de agua
como una película en blanco y negro. Pienso que
sigues viva
y que no ha pasado el tiempo. Caminas por las celdas vacías
de
mi cerebro.
Y no puedo adivinar en qué siglo, en qué
año te conocí siquiera.
Paseábamos de la mano por una playa vacía
porque yo era el único turista al menos en aquella
cala
de la que no recuerdo el nombre, cerca de Cabo Negro.
La memoria es piadosa, por eso me fascina.
Calma el dolor como una bálsamo divino,
como una crema mágica que se unta en la nostalgia
y la cura.
Ni siquiera tu nombre dibujo en la arena,
sólo me queda tu figura, los contornos desnudos
de tu cuerpo,
los besos perdidos en una orquídea blanca
que aún guardo en un libro de viajes que llevaba
ese día
en
mis manos
y que pude rescatar del paso de los años prisioneros.