Una
noche, como tantas otras noches, de primavera. Siempre puede
escucharse el trino de algún recuerdo, pero lo importante,
lo esencial del paisaje es ese aroma a sábanas limpias
que todo lo impregna, como el olor a tierra mojada. Prometeo
está solo. Como siempre. Está solo e intenta
mirarse y comprenderse, intenta recuperar segundos de su tiempo,
aunque sabe que todo es inútil, que los días
se repiten con la cabezona precisión de los intereses
creados. Sin darse cuenta, la luna preside el cielo y todo
parece encontrar su lugar; se diría que se ha encontrado
la última pieza del puzzle.
Sólo me falta la silueta huidiza de las bailarinas
volutas de humo,
sólo me falta el espejismo de fuegos y volcanes en
los labios
y el aroma de esta noche podría enloquecer a las mismas
rocas.
La brisa de la noche ha convertido el tacto de esta roca en
una caricia
y el horizonte parece recuperar la paleta inflamada del atardecer.
Sólo el humo huidizo traspasándome como un alfiler
los pulmones,
sólo ese dibujo inocente que se evapora y se pierde
ante los ojos,
sólo un diminuto crepitar entre los labios, y mi sonrisa
sería completa;
una de esas sonrisas que se dibujan en las caras redondas
de los niños,
una de esas sonrisas que se cuelgan en las paredes de los
colegios,
una de esas sonrisas que a veces mareamos en la circunferencia
de los globos.
Y la brisa de la noche todavía me deja un sabor dulce
en la boca
y el recuerdo de tus abrazos, de tus cadenas alrededor de
mi cuello
me hace desear una y otra vez la silueta huidiza del fuego,
la columna que se abre ampliando la geografía de los
suspiros...
En mi tierra sólo se suspira cuando amenazan las nubes
detrás de los cerros;
en mi tierra, sólo las columnas de humo después
de los bombardeos;
en mi tierra, no hay más sonrisas que las de los cañones
que no disparan;
en mi tierra, se vive con la ilusión de huir de la
fría caricia de la muerte...
...y acariciarte una vez más el pecho, una vez más,
y dejarme dormir
en el acompasado ritmo de ese pecho que se alimenta de los
segundos de mi pecho...
...y ya no hay segundos sin miedo, y ya no hay ni décimas
de segundo;
hasta el aire que respiro, hasta el pan que mastico es de
miedo.
Miedo de vivir, de moverme, de estar quieta; miedo incluso
de los recuerdos.
Yo vengo de una tierra que un día fue verde en primavera,
de una tierra que explotaba en los rojos del otoño,
en los azules del invierno,
de una tierra sin grandes montañas, sin acantilados,
casi sin secretos,
de una tierra rodeada de agua, de una tierra bendecida por
el cielo;
tierra a la que hay que arañar día y noche para
disfrutar de sus frutos,
tierra en donde te sorprende el amanecer la silueta de una
piedra,
tierra que siempre es generosa con las lágrimas y los
sueños,
tierra demasiado cerca de la playa para no tener miedo de
los monstruos marinos.
Tierra de piedras, tierra de horizontes sin secretos ni sorpresas,
tierra de odios, tierra de rencores encallecidos en los libros
de historia.
Tierra de trampas y tierra de salvajes que degollaban a sus
hijos;
pero también tierra verde en primavera, roja en otoño,
azul en invierno.
Yo vengo de una tierra en donde el viajero siempre era un
amigo,
tierra que vio nacer a mis hijos, tierra que calienta el cuerpo
de mi padre
y que hoy se evapora como la columna de humo de un incendio...
...y sólo el humo escapándose, juguetón
y nervioso, por las rejas de mis dedos,
y el aliento salvaje de un vaso de vino envejecido en la bodega
de los recuerdos,
y un confortable lecho de manos cálidas que van apartando
los rizos de mi cara,
y el aliento cercano de un gato que ronronea bajo la caricia
de mis manos.
Sólo el humo del fuego, como esas columnas azules y
casi rojas que se dibujan
en el horizonte cuadriculado de un atardecer que parece no
querer acabarse nunca...
... y ese horizonte fue ayer mi casa; y ese rojo, los libros
que ya no volveré a leer.
Y ayer disfrutaba de mi sillón confortable, con mi
vaso de vino escandaloso
y mi buen cigarrillo revoloteando entre los dedos de mi mano
derecha.
Sólo me preocupaba la nota discordante perdida dentro
de una sinfonía.
Ayer enseñaba a mis hijos el color de una tierra enredada
en los caminos,
y ayer no podía dejar de tararear una canción
patriótica en la ducha,
una de esas canciones con detonadores a distancia de estribillo
y melodía.
Ayer dormía en una cama con las sábanas limpias
recién planchadas,
y me atormentaba el sueño la sombra de un ridículo
proyecto
y la cita inoportuna de un familiar venido del sur, con prisas
y sin previo aviso,
con esa mirada de miedo que uno descubre cuando abre la puerta
a la muerte.
Y ayer me permití bromear viendo unas viejas fotografías
en color sepia...
...sólo el brillo sepia que creo intuir en el horizonte
de una antigua fotografía
y un poco de silencio: un cierto rumor de marea humana inunda
la noche
y es un sonido de plegarias y de reproches, de miedos y venganzas,
un sonido acompasado de bocas de distintas lenguas y recuerdos,
pero en todos ellos sobresale el ritmo marcial de una letanía
de muerte.
Sin ese retumbar de tambores, de gritos, de partes de guerra
electrónicos,
sin ese rancio olor de cabezas decapitadas y de cuerpos desangrados
en las aceras,
de anuncios de bombas colocadas en los sótanos de los
mercados
o de balas perdidas que siempre encuentran el destino de una
frente,
me sentiría ahora atrapado en la manzana del paraíso...
...vengo de una tierra acostumbrada a saludar de frente con
una sola mano,
una tierra que dejó plantadas banderas de sangre en
los montes de la historia,
una tierra que nació de una victoria que no hemos sabido
celebrar.
Vengo de una tierra en donde el cielo se confunde con los
ojos de los muertos,
en donde en el cofre de cada familia se conserva el nombre
de un enemigo,
en donde a los niños se les enseña el odio detrás
de cada una de las piedras.
Vengo de una tierra en donde todos pasan y nadie se queda,
una tierra en medio de todos los caminos, nunca final de ninguno,
una tierra en donde los carteles siempre señalan al
horizonte,
una tierra abandonada por las aves migratorias de cada invierno.
Y ahora estoy sentado encima de una nada y miro el cielo
y la muerte se acerca por el horizonte sin la magia de los
cuentos.
No es una muerte de hoz y de ropa vieja y gastada, maloliente
y putrefacta;
es una muerte metálica, una muerte controlada por los
hilos de los satélites.
Muerte de sonrisa cristalina y de pezuñas a control
remoto.
Vengo de una tierra que siempre ha sido un puente sobre ningún
río,
una tierra que sólo ha sabido engendrar vientos y torrentes
sin madre.
Vengo de una tierra que se ha alimentado del odio de mis antepasados,
una tierra que amamanta el odio de cada uno de mis hijos;
una tierra que espera mi muerte si permanezco detrás
de las puertas,
que me bombardea en el momento en que salgo al aire de las
carreteras.
Vengo de una tierra que se cree más verde en primavera,
más azul en invierno, más roja en el otoño
de todos los libros de escuela.
Tierra de paso, tierra que todos pretenden sin poder conquistarla.
Tierra que hemos de llamar madre para diferenciarla de esta
nada
en donde ahora apoyo la cabeza, esta guillotina nocturna de
un sueño que nunca llega.
Tierra que en esta primavera se ha vuelto roja de sangre y
odio,
de canciones patrióticas que caen como las bombas en
los corazones.
Tierra que vive y se duerme en el ritmo acompasado de las
bombas de los atardeceres
que rompen el horizonte con una mancha infantil de colores...
... y sólo el humo del fuego con siete velos como bombas
ante mis ojos;
sólo el abrazo de las cadenas de tus brazos dormidos
y cariñosos,
y esta roca sería declarada la república independiente
de mis deseos,
un paraíso si ahora cesara el eco de los detonadores
del atardecer,
si esas luces rojas fueran en realidad los farolillos de una
fiesta nocturna,
si el humo del fuego se cristalizara en una escultura encima
del armario;
sólo cerrar los ojos para poder concentrarme en mis
propios deseos,
que se convierten en la columna vertebral de los segundos
nocturnos,
más allá de los ecos de un lamento, de los gritos
de un niño que se está muriendo.
Sólo cerrar los ojos y dejarme llevar por un recuerdo,
por el tacto de un recuerdo
que en tu distancia se convierte en el sufrimiento más
doloroso...
... vengo de una tierra en donde los sueños siempre
pasan de largo...
Vuelve a quedar
todo en silencio. Parece que amanece a lo lejos. Pero en realidad
se trata de una falsa ilusión: el amanecer no es más
que una fábrica incendiada. Pero estos detalles han
de obviarse. Debe quedar todo en silencio. El coro de las
Oceánidas duerme y sólo se ha de escuchar el
latido acompasado de los despertadores y de los misiles dirigidos
por un satélite. Prometeo cree estar solo. Las lágrimas
y los sollozos parecen que son los de un animal asustado.
Y lo son: los de un animal asustado que se esconde detrás
de las piedras para no ser visto, mientras repite, fuera de
sí, vengo
de una tierra en donde los sueños siempre pasan de
largo...; vengo de una tierra en donde los sueños pasan
siempre de largo...