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Llueve
tras el cristal y el torrente del aguacero se me antoja una
ducha purificadora de la suciedad ambiental, como una duna
en el asfixiante calor del desierto, quizás un espejismo
ilusorio. Retumba el trueno y parece como si el cielo quisiese
silenciar las voces ignorantes, el estruendo de las armas
en guerra, los gritos de desamparo y dolor, similar a la banda
sonora de una película de terror. Reluce el relámpago,
iluminando los caminos perdidos en la penumbra, y parece un
rayo láser de otro universo que abre una brecha fulminante
de esperanza en los corazones desabrigados.
Llueve tras el cristal y deseo estar al otro lado del vidrio,
formar parte de los charcos, empaparme de la esencia original
de los mares y los ríos; yo soy agua y en agua quiero
convertirme, yo soy un susurro y en estrépito anhelo
transformarme, soy un reflejo y ambiciono ser la llama que
prenda un fuego inextinguible, ansío marcar surcos
eternos en la tierra…
Así, extasiada, me dejo llevar y me derrito en la bifurcación
del edén y del averno, compuesta por todo y nada, en
un intervalo que se aleja con la negrura de las nubes y me
expone a los destellos del sol, a los tenues colores del arco
iris.
Ya se fue la tormenta, pasó dejando la esencia de la
humedad, la incertidumbre atmosférica, los paraguas
cerrados y los postigos entreabiertos, llegó la calma.
Y yo, resisto mojada, inmune ya a la tempestad, pues ahora,
formo parte de ella...
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