En el sendo camino
de arena
donde pasean los recuerdos,
camina junto a sus leyendas
temiendo un día volar y perderse.
Los pesados pilares de su existencia
cimentados con fatigas y penurias,
sobre su bastón de madera apoya.
En mi hombro posarse debió.
No ha salido el alba, el mundo duerme
y en el silencio, inquieto, él se levanta.
Se volvió lento, sus pasos, su ritmo,
cual atajo abrupto su batalla cotidiana.
¿Qué hago yo aquí? me preguntó.
Amar, enseñar, sonreír, le contesté.
La luz de su rostro me regaló;
con un cálido beso, le gratifiqué.
Crecí en su regazo sentada,
tan absorta en sus cuentos mágicos,
que consciente de su vejez no era,
e imaginarme su pérdida no supe.
Y en la monótona rutina,
entre bromas, abrazos y palabras,
cayó enfermo su cuerpo.
Despedirse intentó, yo no quise.
Fue quizás la cobardía, no lo sé,
la impotencia del que lo evidente niega.
Me maldije bañada en lágrimas y entregué
al diablo mi alma para que volviera.
Su imagen apareció ante mí como nunca
para quitar el puñal que me hiere,
se borró su sufrimiento del rostro
y me mostró de ángel sus blancas alas.
En todo lo que compone el universo yace,
valió la pena condenarme al inframundo
si en esta vida de mortales atesoro
la herencia sagrada de su apellido.
No se marchó para siempre.
Se mece, va y viene en el tiempo,
ahora se esconde, ahora aparece,
mas siempre está su ausencia.
Su cuidado sepulcro no visito
porque él no está allí sino en mí.
En nuestro retrato del abrazo infinito
flores pongo y no se marchitan.
No era alguien más en el mundo,
sabiduría eterna que hoy anhelo,
historias pasadas de tiempos revueltos,
fue hijo, esposo, padre, abuelo…
En el sendo camino de arena
donde él paseó sus recuerdos,
las huellas de sus leyendas se borran,
mas no vuelan y se pierden: yo las perpetúo.
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