Permanece en la conciencia
entretejiendo sombras
y vaticina el pulso de los días
descendiendo al centro de sus orígenes
hasta habitar el germen de la escarcha,
urdiendo la senda del óxido
o el lacerado vigor de las estrellas
en su exhausta itinerancia
a través de la oscuridad,
recitando el oráculo de la vendimia
que cada otoño cubre
de corinto los pámpanos.
Esperan los sentidos consumar su cópula
en el estallido de racimos,
cuando la llama enciende vides
y la cosecha inicia su consumación,
en el oculto sendero de los astros
que vaticinan un tiempo para el mosto.
Ya se encienden los surcos
al suscribirse la aventura de los equinoccios,
herida que supura por las noches
en la incertidumbre de los arpegios
o en un último rescoldo
que no habrá de llegar a consumirse.
En los efluvios del vino
surge la voz recién nacida,
manifiesto de una edad anterior
donde se insertan dos tercios
de lo que hubo acontecido
en un espacio anterior.
El oráculo permanecerá abierto
a las imposturas
y los pulsos perdidos en el aire
no llegarán a iluminar la franja celeste
de días venideros.
Existe un báculo que amortigua los golpes
tras el ocaso de la luz,
donde se ocultan todas las señales
y no se contemplan las gotas
que inundan la lluvia
de sed nueva.
Las nubes escapan al impacto
de una aventura imposible
que abre el tiempo de los solsticios
al horizonte y sus poros
que cifran los mensajes del tiempo,
derivándolos hacia el lumen
que habita las periferias del alma.
