LAS
CUATRO ESQUINAS DE MI PASADO
Nunca me han gustado los martes. De
los siete días de la semana, si alguno sobra es
definitivamente el segundo, el único que carece
de un sentido. Todos los demás tienen un objetivo;
anuncian un inicio, un final, ofrecen el placer del tiempo
libre, de las noches universitarias o simplemente indican
que estás en la mitad de la semana, ¿pero
el martes? El martes acumulas la desgana del lunes, estás
a un abismo del viernes, o peor aún, de ahorrarte
el despertador del sábado por la mañana.
Cuando alguien dice que debes hacer algo tres veces por
semana, nadie piensa en el martes, no existe como opción.
Lunes, miércoles y viernes, tienen un equilibrio,
una melodía, un compás, pero el martes es
solo un día gris y aburrido, el silencio en un
pentagrama musical. Todo el mundo sabe que nada interesante
puede pasar un martes, ya lo dice el dicho: << En
martes, ni te cases, ni te embarques>>.
Me desperté a las seis y media de la mañana,
como todos los martes. Había dormido poco pero
bien. La noche anterior me quedé viendo una película
en el sofá hasta tarde y cuando terminó
me negué a mirar el reloj evitando así contar
las horas que tenía de sueño. Muy pocas
seguro. Cuando sonó el despertador me arrepentí,
como siempre, como quien un día de resaca se promete
no volver a beber y yo juré que aquella noche me
acostaría antes. La luz aún no se colaba
entre los huecos de las persianas y tuve que buscar a
ciegas el interruptor de la lámpara de noche, para
evitar al levantarme romperme un dedo contra algún
mueble o golpearme con la esquina de la cama, que nunca
estaba en el mismo sitio. Me la tenía jurada, las
patas cambiaban siempre de lugar, estoy convencida. Con
las legañas haciendo huelga en mis ojos, vigilando
las esquinas e intentando no hacer ruido, fui a darme
una ducha.
El yoga es uno de esos hobbies que practico tres veces
por semana, y que aquella mañana salté por
la única razón de ser martes. Hacía
más de cinco años que los lunes, miércoles
y viernes, acudía a un pequeño estudio cerca
de casa para relajarme. Empecé a practicarlo gracias
a una amiga, que se había aficionado al yoga durante
unas vacaciones en Los Ángeles y reconozco que,
al menos a mí, me iba muy bien. No tanto en un
sentido espiritual sino en el físico. Desde que
lo practicaba me sentía, literalmente, más
ligera. Como si las responsabilidades se quedasen en la
puerta del estudio y al salir, los problemas pesasen menos.
No es que yo tuviese muchos problemas y eso seguro que
también ayudaba, pero el placer de dedicarme setenta
y cinco minutos a mí misma de forma exclusiva,
prevenía cualquier posible brote de estrés.
Con el pelo aún mojado y el albornoz de color rosa
chicle que mi hija eligió por mí durante
un viaje a Disneyland París, fui a la cocina. El
albornoz era horrible y me sentaba mucho peor que a la
muñeca que lo vestía en el escaparate de
la tienda, pero cuando mi hija me miró con sus
ojos de gatita inocente y me juró y perjuró
que era el albornoz más bonito del mundo y que
yo sería la madre más guapa de todo Disneyland
si me lo ponía, no me pude resistir. Acepté
la compra y a partir de ese día, renuncié
a mirarme en los espejos de casa.
La nevera vacía me recordó que tenía
que pasarme por el mercado a comprar algo de fruta y verdura,
aún así conseguí salvar dos plátanos,
una manzana, un mango y tres kiwis para el desayuno. No
estaba mal para ser martes.
El sonido del teléfono móvil me avisó
de que alguien, antes que yo, se había acordado
de mi cumpleaños.
<< ¡Felices
cuarenta Elena! Que los años no te pesen, para
mí siempre serás mi “nena”.
¿Comemos juntas? Te quiere, mamá>>
¡Feliz cumpleaños mamá!
Mi hija saltó de la cama, corrió descalza
por el suelo de madera del pasillo y se colgó de
mi cuello esperando que yo la cogiese en brazos.
¡Cuánto pesas! - tenía ocho años
y era la niña de mis ojos. Mi mayor tesoro y todos
mis miedos juntos.
Es que te estás haciendo vieja mamá- me
respondió abrazándome fuerte.
Vieja, vieja… no - pensé - madura, interesante,
sabia. No tenía miedo al paso de los años,
al menos no de los míos. Sufría más
los cumpleaños de mi hija que los propios. Pensar
que se hacía mayor, que pronto entraría
en la fase de la adolescencia y yo me convertiría
en su principal enemiga. Que sufriría el desamor,
que probaría el alcohol, el sexo, quizás
las drogas, que se iría de casa, - espero que no
muy lejos - y construiría su vida mí. Yo
quería mi niña para mí, así,
como estaba, descalza, con su camiseta de Bambi, los pantalones
amarillos y los rizos revueltos. Que el tiempo no pasase
por ella, que se quedase siempre a mi lado, girando entorno
a mí.
Llama a la abuela, dile que te vaya a recoger al cole
y que a la una nos vemos en la puerta de mi oficina para
comer las tres juntas - mi madre y mi hija se adoraban,
eran como dos hermanas gemelas separadas al nacer por
la distancia de sesenta años. Tenían los
mismos gestos, la misma mirada, el mismo corazón
inocente. - Y date prisa, que son casi las siete y media.
Cumplía cuarenta años y podía decir
orgullosa que los había vivido intensamente. Nadie
podría acusarme de lo contrario. Había estudiado,
trabajado, viajado, amado, llorado, todo lo que acabase
en “ado” lo había hecho yo. ¡Hasta
una hija! que no entraba en mis planes más jóvenes
y que en cambio fue mi mejor decisión. Para ella
yo era solo su madre, pero para los demás fui muchas
Elenas. La protagonista de las tantas vidas que viví,
porque en mis cuarenta años, había tenido
tiempo para dar lo mejor de mí misma, en sus tantas
versiones, disfraces y caretas. La vida me había
dado mucho y yo me entregué a ella sin paracaídas.
<< Murió
por haber vivido>> eso dirían
de mí cuando mi historia fuese el recuerdo de las
personas que algún día fueron parte de ella.
Por la vida - me dije a misma, brindando a la nada con
mi batido de frutas.
A mis cuarenta años, era la Elena que quería
ser y un poco de todas las Elenas que fui.
Como cada mañana acompañé a mi
hija a la escuela antes de ir a trabajar. Si algo me
había ganado a pulso en mis veinte años
de vida profesional, era la gestión de mi tiempo,
y desde que compartía casa con una pequeña
de ocho años, mis relojes giraban entorno a ella.
Había aprendido también, a economizar
los minutos y las distancia, por lo que mi casa, la
escuela y la oficina, formaban un triángulo fácilmente
recorrible en menos de quince minutos a pie. Vivir sin
el estrés de los coches, del metro o el autobús,
era uno de los premios que había ganado a lo
largo de mis cuarenta años.
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Recuerda que a la una viene tu abuela a buscarte y comemos
juntas - le dije mientras le colocaba la mochila a la
espalda - no te entretengas jugando con las amigas.
Sí, mamá… - respondió ella
en un suspiro que me alertó de lo dura que sería
su adolescencia. Aún no había cumplido
su primera década y tenía más personalidad
que la mayoría de la gente que yo conocía.
La adoraba por ello, pero la temía aún
más. - ¡Felicidades mami! - gritó
a lo lejos moviendo su mano y sin girar la cabeza para
mirarme. La mochila pesaba más que ella, era
casi más alta ella, pero no le importaba, estaba
en el colegio y era feliz. En realidad, mi hija era
siempre feliz y eso hacía de mí, una mujer
inmensamente afortunada.
Gracias cariño - le respondí.
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No me oyó. Corría a lo largo del pasillo
deseosa de encontrarse con sus amigas de alma. Me recordaba
a mí cuando era pequeña. Yo adoraba el
colegio, sobre todo las horas del recreo, los juegos,
las merendolas, las excursiones de fin de curso, las
clases de música, de baile… había
nacido para ser una estrella de televisión. Hasta
que cumplí los trece años y empecé
a odiar ser el centro de atención. Toda la gracia
de mi tierna infancia se vio frustrada por el color
rojizo de mis mejillas cada vez que más de cinco
personas me miraban fijamente. No es que me sonrojara,
¡es que mutaba! y claro, el resto de compañeros
y compañeras de clase, generosos ellos, hacían
que el mal trago no quedase sólo ahí y
mientras yo sufría por controlar los nervios
y el sudor, ellos alzaban los bolígrafos de color
rojo. Como si yo no supiese que mis mejillas estaban
a punto de explotar y que todos, sí ellos también,
corríamos un grave peligro de combustión.
Mi madre, por aquel entonces, pensó que las clases
de teatro podrían ayudarme en mi batalla contra
la vergüenza y empecé a asistir a una escuela
de arte dramático los sábados por la mañana.
Duré tres semanas. El día que el profesor
me invitó a salir al escenario y actuar como
si fuese un pez dentro de una pecera, renuncié
y me convencí de que la vergüenza sería
un mal que se curaría con la edad. Creo que acerté.
Hasta que eso pasase, decidí refugiarme en la
lectura, los estudios y los viajes. Fui una mezcla entre
la joven solitaria y la rara, aunque mi madre prefería
decirles a mis abuelos que yo era simplemente “especial”.
Especial, una palabra solo comparable a la otra que
usaba mi madre, “graciosa”.
Mamá, ¿te gusta este peinado? - le preguntaba
yo frente al espejo con más horquillas que cabellos
sobre mi cabeza.
Si, estás graciosa cariño - respondía
ella con una particular sinceridad.
¿Pero graciosa es bueno o es malo?
Graciosa es graciosa - decía ella - ni bueno
ni malo, graciosa. - y escapaba del cuarto de baño
con la excusa de alguna tarea “inaplazable”.
Yo quería estar guapa, no graciosa, pero prefería
ser especial a rara, de eso estaba segura.
La mañana de mi cuarenta cumpleaños, después
de dejar a mi hija en la escuela, decidí quitar
el sonido a mi teléfono móvil y disfrutar
del silencio. Eran las ocho y media de la mañana,
tenía veinte minutos a paso lento, desde la puerta
del colegio de mi hija hasta la oficina. Me esperaba
un día de mucho trabajo y más vida social
de la deseada. A las llamadas que diariamente recibía
por motivos profesionales y las pocas (las necesarias
y alguna más) de mi vida privada, se le sumarían
la cantidad de mensajes, correos electrónicos
y llamadas en forma de felicitaciones que se acumularían
en la memoria de uno de esos teléfonos inteligentes
que mi jefe me obligaba a tener. Lo juro, no tenía
nada en contra de cumplir los cuarenta, me parecía
una edad preciosa, pero los años, a parte de
las arrugas y la sabiduría, me regalaban también
el derecho a renunciar a los compromisos que no me apetecían
y entre ellos estaban las llamadas de “feliz cumpleaños”.
Para algunas personas, el cariño ajeno se mide
por la cantidad de felicitaciones que una recibe en
su aniversario. Yo en cambio, podía renunciar
a ellas y sentirme igualmente querida. Incluso más.
Bajaba por la calle Verdi, en el barrio de Gracia, a
la altura de los cines con el mismo nombre, después
de haber dejado atrás una casa, la número
39, que siempre soñé tener y que nunca
tuve - aún estoy a tiempo - pensé. Caminaba
entretenida en mis pensamientos, imaginando como sería
la casa de mis sueños por dentro (solo conocía
la fachada), como la decoraría, si tendría
ascensor, si habría ventanas en todas las habitaciones...
Me la imaginé llena de luz natural, con el techo
alto y el suelo de mármol.
Era una de esas mañana de primavera en las que
el sol calienta los paseos, estorban las chaquetas y
empezamos a sentir la brisa de un verano que aún
no llega pero se desea. El invierno, siempre largo,
pesa en la palidez de la piel y los quince grados de
las primeras horas, son el altavoz de un final que es
tan solo un principio. Durante la primavera, Barcelona
cambia su piel, saca los colores. Las personas que compartían
camino y rutina conmigo, sonreían más
y mejor aquella mañana, ajenas a mi cumpleaños,
sorprendidas por el sol. Me gustaba cumplir años.
Siempre me gustó.
Nunca he entendido, o mejor dicho, nunca he compartido
la opinión de las personas que miran al pasado
como un lugar mejor. Adoro mi pasado, que no se me entienda
mal, pero me gusta desde la distancia, desde el recuerdo
poco fiel y generalmente edulcorado de un tiempo que
dejé atrás. No lo miro desde la añoranza
o la melancolía, si no como la escuela que un
día fue. He cerrado muchas puertas a lo largo
de mis cuarenta años, algunas con determinación,
otras con dudas y algunas pocas, me vi forzada a cerrarlas
pues no solo dependía de mí que estuviesen
abiertas.
Una puerta cerrada protege el mundo detrás de
ella, guarda sus secretos, mantiene intactos los olores.
La puerta, su recuerdo, evoca a la persona que fuimos,
los momentos, las compañías pero sobre
todo nos recuerda las decisiones que tomamos y nos explica
el porqué de quienes somos en la actualidad.
La puerta es solo el marco de nuestras fotos, la prueba
del camino recorrido.
Mientras andaba hacia la oficina, con la casa de mis
sueños ya a la espalda, reflexioné sobre
la Elena que fui. A lo largo de los años, he
ido deshaciéndome de las caretas que en algún
momento, la sociedad o yo misma, me pusieron. He ido
soltando el lastre de las obligaciones que nadie me
dijo debía cumplir, pero que muchos esperaron
que lo hiciese. He aprendido a quererme por como soy,
a valorar mis defectos tanto como mis virtudes, a dejarme
llevar sin sentirme culpable… No, definitivamente
no volvería al pasado. Mi presente era, con toda
seguridad, un lugar mejor en el que vivir. No tenía
que mirar atrás, solo hacia adelante. Claro que
aquella mañana de martes, no podía imaginar
que eso que era solo una reflexión, se convertiría
en un extraño preludio, un regalo de cumpleaños
muy particular. Y es que yo era la suma de todas las
Elenas que un día fui, pero también era
la Elena de Quim, Edward, Gibel y Manel. Cuatro personas,
cuatro historias, cuatro momentos de mi vida.
Aquella mañana me reencontraría con sentimientos
que creí olvidados, amores lejanos, personas
que de una manera o de otra, habían cambiado
mi vida.
Las cuatro esquinas de mi pasado, me vinieron a saludar
por mi cuarenta cumpleaños.
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Fragmento de la novela Las cuatro esquinas de mi pasado
original de © Alaitz Arruti , cedido
por deferencia de la autora, para la revista mis Repoelas:
Las cuatro esquinas de mi pasado
La Castañera
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