Se acercó
a la ventana de su habitación y contempló el
jardín. Los parterres reventaban henchidos de flores.
Debía faltar muy poco tiempo para las seis.
Se pasó los dedos por el cabello para componerlo, porque
tampoco tenía peine. Una serie de ruidos confusos taladraron
sus oídos.
Había llegado la hora, por fin, las seis de la tarde,
el momento de la reunión con su amado. Y suavemente,
como transportada por los hilos calientes de la pasión,
se acercó a la puerta ahora abierta y salió
al pasillo. Bajó las escaleras hasta la planta baja,
junto con algunas de sus compañeras, y el jardín
la recibió con una cascada de soles ocultos tras las
ramas de los árboles.
Su corazón rebosaba. Iba a verlo de nuevo, iban a hablar,
a contarse nimiedades, las pequeñas cosas de la vida,
secretos, confidencias, y allí estaría él,
tan gallardo, tan firme, tan elegante, con sus ojos oscuros
y su barba poblada, y una sonrisa tierna rebosando en sus
labios. El día merecía la pena tan sólo
por esos momentos.
Su alma era un cúmulo de sensaciones subiendo y bajando,
como una noria fabricada de nostalgias, alegrías y
sueños. Muchos, muchísimos sueños.
Anduvo directamente, sin necesidad de nadie a su lado, y se
dirigió hacia la zona trasera del jardín, donde
se elevaban los pinos. El resto de sus compañeras permaneció
en la parte delantera dispersándose hasta la verja
de color verde. Estaba cerca, a unos minutos, a unos pasos.
El aire parecía más tierno, como si estuviera
plagado de caricias, como si unos dedos suaves acariciaran
su piel y la cubrieran de primavera, y el viento más
limpio, y la luz más nítida, y sus sienes…
sus sienes se asemejaban a un timbal de sentimientos desorbitados.
Tras los pinos, una rotonda.
Su corazón empezó a palpitar con más
fuerza y por unos instantes pensó que iba a salir corriendo
por las veredas y tendría que correr para alcanzarlo.
Allí estaría él, su adorado, a unos segundos,
esperando, queriéndola, escuchándola, amándola
como jamás nadie la había amado.
En la rotonda, un parterre plagado de flores, especialmente
petunias que albergaban toda la gama de colores del universo.
Sí, allí estaba, aguardando, aguardándola.
Una inmensa sonrisa iluminó el rostro de aquella mujer
delgada y triste, construida de soledades y silencios.
En el centro de la rotonda, sobre un pedestal de piedra, se
erigía una estatua de mármol negro.
La mujer avanzó unos pasos y se detuvo en seco. Sus
labios se abrieron repletos de luceros y sombras.
La estatua se levantaba majestuosa. Representaba a un hombre
de unos cincuenta y muchos años, tal vez sesenta, alto,
serio, cabal, firme, los ojos perdidos, la nariz recta, los
labios finos, la barba poblada. Tenía el cabello ondulado
y un poco largo. En sus manos sostenía lo que podría
ser un legajo o un documento.
Ella, ahora parada ante aquel ser inerte, lo contempló
arrobada, como transportada por un millón de estrellas
hacia alturas infinitas.
En el centro del pedestal había una placa dorada en
la que podía leerse: Don Jacinto Santoña Prados.
La mujer formada de tristezas permaneció quieta, como
queriendo disfrutar de aquel instante mágico.
La estatua de Don Jacinto Santoña Prados, el fundador
y promotor del Centro, tenía los ojos perdidos en el
infinito.
Y a ella le pareció que el entorno se hacía
luminoso, una especie de paraíso terrenal para los
amantes, para los enamorados, para ellos dos solos porque,
en ese momento, estaban solos. Todo había desaparecido
a su alrededor. Y allí permaneció hablando y
hablando con Don Jacinto, y explicando sus cuitas, sus dolores
y sus pesares a su amado, a su silencioso y querido admirador
con el cuerpo erguido y con nombre de flor. Y el tiempo se
derritió como niebla entre sus dedos.
La tarde se desgajaba lentamente en el cielo.
Sonó una sirena. La mujer miró a Don Jacinto
y, guardándose una sonrisa en el borde de los labios,
se despidió de él hasta el día siguiente
a las seis. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia
la gran casa blanca, con el alma henchida de sensaciones y
deseos.
Las puertas del Centro Psiquiátrico se cerraron a sus
espaldas mientas una aguja grandiosa e invisible hilvanaba
los bordes del cielo con puntadas muy pequeñas.