Imperturbable,
el sextípedo mamut de lo invisible, su majestad el
escarabajo ha continuado su marcha. De pronto la dificultad:
Un caracol transitorio aparece desde un tallo húmedo.
Ciegas y rectas, ambas latitudes se dirigen a una colisión
inevitable. Un paso, dos, otro más y están cabeza
a cabeza. No hay retroceso, ninguno vacila; parecen dos minutos
detenidos. Como dos pausas permanecen absortos. Entonces el
caracol, como quien examina lo inútil y sin importancia,
extiende las antenas y palpa a su rival. Las patas delanteras
de nuestro héroe, desde su duro rincón, sopesan
también al húmedo contrincante.
Los enemigos se recogen en sí mismos y la incertidumbre
comienza. Pero no hay asalto. Es una batalla de paciencias.
Se mantienen frente a frente, inmóviles, desvinculados
del tiempo. Recordar el futuro es el primer signo de la derrota.
Sólo hay que estar, permanecer. La impaciencia de uno
es la espada del otro. El tiempo es el verdadero enemigo y
el contrario su accidente.
Planteado así, el primero que desvíe su ruta
será el vencido. El ganador continuará su trazada
rectilínea hasta ser derrotado, a su vez, por alguna
estructura más definitiva, piedra, lata o botella indiferente
a toda persistencia y que lo obligue a cambiar de rumbo. Pero
este no es el caso. ¡Hay una batalla aquí!
Pasan los minutos. Los zapatos de la penumbra humedecen el
crepúsculo. Ajena al acontecer, y separada por un mundo
casi estático, la araña prosigue su red invisible.
Sus pétalos de vidrio se anudan a ras de tierra. Los
dos enemigos parecen dormir. De vez en vez, el caracol extiende
su conocimiento y palpa la posible huida del coleóptero.
¡No! ¡Aún esta ahí! Rato después,
surgen dos escarabajosas patas y recorren el óvalo
del condominio viajero. ¡Sí, todavía continúa
en su lugar! ¡Hay que esperar sin esperar nada!
Cae una hoja. El tren de lo nocturno comienza su travesía.
Algunos pájaros se visten de negro. El primer carboncillo
de la noche se instala en los grandes árboles. Las
hormigas sumergen sus lamparillas rojas. Como un silencioso
pelotón la araña acecha; su terminada obra es
un túnel imprevisto y, en él, todo el azar de
la muerte yace dispuesto. Los rivales continúan su
táctica del aburrimiento.
Ruidos, voces, una población de sonidos remece lo sombrío.
El caracol antena las vibraciones del aire. Cruje el silencio,
caen piedras sin destino y el escarabajo, desde el fondo de
su armadura, lo presiente sin ver. – ¡Aquí
papá, aquí hay una! Los enemigos se observan,
nadie huye. Pero el sonoro racimo está demasiado cerca.
– ¡Sebastián, la linterna! ¡Se escondió
bajo la piedra! – – ¡No te muevas, Rocío,
se puede espantar! –
Repentinamente, una sombra aplasta las hierbas cercanas. Un
ojo amarillo ilumina la batalla y ambos rivales escapan asustados,
voraces de miedo.
Ante la emergencia, sin mutuo acuerdo, abandonan la custodiada
ruta y se desvían sin rumbo. No hay defensa frente
a lo ignoto. El caracol se pierde en lo oscuro. La brújula
del pánico guía al desconcertado escarabajo.
Todos los caminos son posibles.
La araña, reconcentrada en su apetito, no se ha enterado
de nada. Su mundo es un círculo hambriento. Y, de pronto,
como una aplanadora, resoplando, el escarabajo irrumpe el
anillo de la muerte. Caen hilos, pedazos, la tela destrozada
bajo la carga del breve coloso. La araña huye como
una chispa negra. La noche es para ella un estómago
vacío.
Las voces se pierden. El silencio restablece sus columnas
rotas. Los insectos entran y salen por el surtidor oscuro
de la malva. El aire interroga alas perdidas. |