Cada
uno era el botón negro sobre la otra esfera blanca,
buscando la policromía de un deseo a punto de levantamiento
de armas. Ese que discurría entre líneas, y
bajo las líneas de flotación.
Se leían entre risas pletóricas, mientras derramaban
aquellas confidencias que atesoraban para sus encuentros virtuales.
Vestían de arial cinco frases de seducción,
con hilos de fantasía, donde la bata de ella eran medias
negras, y su pijama, un ligero con blonda blanca.
Se intuían tentando colinas, descendiendo a muslos
perlados, artesanos con manos de trapecista, y besos de mago
con chistera y sin varita. Dibujaban con calibrí palabras
de amor imaginado, con pespuntes de ilusión, donde
para él, el chándal era un esmoquin negro, con
toques de pachulí.
Se acariciaban entre hilvanes de puntos suspensivos. Dibujaban
en cursiva, con interrogantes y sin signos de admiración,
dejando que los mensajes reflejasen vainicas de deseos prisioneros
en cuartillas de plasma. Los barrotes confinaban lo mensajes
a un máximo de cien palabras donde nadar, entre los
seis mil kilómetros de océano de soledades,
por donde navegar sin timonel.
Cuando descubrieron el tapiz de nudos gordianos que habían
trenzado durante dos años, se rindieron a la necesitad
de encontrase, para desatar las letras, y anudar los brazos
de la realidad. El falso licenciado alquiló un departamento
y un auto, dejando atrás los reproches por un dispendio
que no podía abordar. La señora de la limpieza
pidió un crédito personal para el viaje a Cancún,
sin reserva de hotel, y con ropa interior de estreno.
La realidad les encontró con el paso cambiado. Entre
palabras extendidas a mamporros, los mejores amantes resultaron
dos desconocidos, sin nada que compartir. No llegaron a subir
de la mano a esa terraza, con vistas a ese océano caribeño,
cuajado de los retozos de tahoma subrayados, ante un plasma
incorpóreo de irrealidad.
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