Se
aventuraron a un festejo de cuerpos con voluntad de alquimista,
deseo de adolescentes y ánimo de conquista del far
west. Se les escapó la noche persiguiendo quimeras
y alcanzando nuevas posiciones de partidas en un bucle agotador.
Entre zumos de mango y papaya, risas y despertares en lagos
insondables de recuerdos enroscados, la luz fue clareando
tras las cortinas de ese hostal de medio pelo. Con olor a
rápido olvido. A efímero encuentro. A tiempo
perdido. Sólo cuando a ella se le escapó el
mechón de la sien, revelando un viejo y enorme cansancio,
ambos entendieron que lo mejor era despedirse, ya que no podrían
fingir que no sintieran el frío lacerante de los anhelos
rotos.
Disimulando el mutuo desengaño, quedaron en seguir
con su amistad en la oficina, donde los escarceos no volverían
a ser plausibles. Ni las risas cómplices cautivas.
Ni las miradas inquietas. Ni la desazón de verse a
escondidas. Ni los besos de sal y arena en el almacén
de material de oficina, con su encajonado de hombros entre
suspiros.
En un abrazo sin deseo se besaron, por besarse. Cada uno desde
el lugar lejano donde se encontraban, fuera de esta dimensión
de tres coordenadas a la deriva. En la puerta, acomodando
de nuevo en la parte interna el cartel de Not disturb con
su mano, y repasando las costuras de las medias, ella se despidió
con dos besos rápidos, quizás con un gesto de
un mínimo afecto.
La pasión había descendido a niveles de calle
y acera. A nivel de realidad presa.
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