La
tormenta se había ido acercando, persiguiéndole
tal vez, hasta que, al filo de las diez de ese trece de marzo,
primer día de su retiro, estalló en mil pedazos.
Justo, además, cuando había cometido el error
de ir a comprar víveres en el único colmado
que permanecía abierto todo el año.
Había decidido a encerrarse el tiempo que hiciera falta
hasta dar con un Premio Planeta. Se animó a pedir una
excedencia de su puesto de administrativo del INEM. Llevaba
un año haciendo cuadrar los ahorros. Un año
escribiendo minirrelatos que publicaba en su blog. Un año
debatiendo con María si su amor era de ida y vuelta,
de juguete, de mentira, de interés o de arrebato ya
pasado a mejor vida. Demasiado tiempo sin dejar ir ni pedir
quedarse, se confesaron un día, decidiendo, de mutuo
acuerdo, un divorcio sin matrimonio previo. Un año
engarzando ideas para su novela. Como perlas. Haciendo croquis
y tablillas donde sus personajes iban aumentando en marañas
de hilos sobre un corcho en la pared del despacho.
Y como ocurre a veces, las cosas se alinearon a la buena estrella,
y llegó marzo. Y llegó el día ansiado
en que encargó a su hermana el riego de algunas plantas,
y al banco instrucciones de pagos precisas. Y hasta llegó
con la algarabía de un lavado de coche para estrenar
su etapa de escritor en serio. Al fin llegó el día
en que su mejor amigo, Pablo, le hizo entrega de las llaves
del famoso apartamento cara la mar que no habitaba nadie desde
la muerte de los abuelos.
Los recuerdos de adolescente le sabían a lecturas clandestinas
y borracheras primerizas. A timbas de póquer y salitre
en la bragueta. A Coca-Cola con vino y a turistas en topless.
Era ese sabor a pandilla de amigos, a juventud y sueños
por desenvolver.
Pertrechado con su portátil, sus ganas de comerse a
las editoriales, su necesidad de escribir hasta dejarse la
piel a tiras, y una maleta tamaño cabina, se dispuso
a poner en marcha el motor de su aparcado sueño y consiguió
aparcar el coche antes de que la segunda gota de lluvia hiciera
acto de presencia ese viernes de estreno.
Se descubrió ignorante de cómo se daba electricidad
en ese piso, pero decidió buscar comida antes de que
nada, y la lluvia de primavera, espléndida ante el
mar, le dejó calado hasta los huesos, buscando el llavín.
Se enfrascó ante el portátil con un bocata frío
mientras las musas le dictaban a la oreja en un primer instante.
Luego se entretenían mirando las gotas resbalar por
las vidrieras que tapizaban la vista, y estaban huidas
Llegó la noche y encontró el conmutador de la
luz, descubriendo que el olor a cerrado de los armarios escondía
mantas húmedas y frías; que la nevera funcionaba,
pero un radiador de calor no, y que la tele no había
errado al decir que ese fin de semana sería pasado
por aguas abundantes en todo el litoral y es especial en la
Costa Dorada.
En la mañana del lunes se percató de que había
bebido demasiado del whisky que estaba en un mueble bar años
setenta, como entonces, y de que el ulular del viento entre
las persianas venecianas medio carcomidas le habían
dejado a punto de sucumbir.
El apartamento de Roca de San Cayetano, tan en primera línea
de mar y con esa terraza tan maravillosa había resultado
una ratonera para su nostalgia, pero sólo a los quince
días, ante una primera página de un texto en
Arial 12 que se había congelado, y un vaso vacío
en la mano y una manta sobre los hombros, comprendió
que alguien de ayer en el espejo del comedor, le había
gastado una broma.
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