El caso es que sin pretenderlo en lo más mínimo,
en aquel año de 1930 Antero jugó un relevante
-aunque secreto- papel durante el episodio novelesco en
que se convirtió la extraña estancia del inglés
en Lisboa. Cuando Crowley se encontraba en uno de los momentos
más críticos de su vida: arruinado y deseoso
de iniciar un proceso de divorcio cuanto antes que lo librara
de una esposa a la que sentía desde hacía
varias décadas como un lastre heredado de su pasado
anónimo.
A pesar de que Antero no contestó a sus intenciones
y pretextó un viaje precipitado a Madeira, a los
pocos días entrevió por las rendijas del buzón
la inconfundible caligrafía negra y decidida que
le informaba de la fecha de llegada de su barco. Tal vez
las dotes adivinatorias de Crowley no eran del todo leyenda
y sabía que le mentía.
Antero deseó vehementemente que su visitante no pudiese
acercarse a él de ninguna manera. Y lo intentó;
mandó un telegrama al puerto de Vigo denegándole
al vapor Alcántara el permiso para atracar en el
muelle de Lisboa. Alegó que los dársenas estaban
desbordados y era imposible el almacenamiento de su carga.
Fortaleció la excusa con su firma. Al Alcántara
no le quedaría otra alternativa que zarpar rumbo
a Costa de Marfil, sin detenerse en Portugal. De lo contrario
su cargamento le sería decomisado. La amenaza fue
efectiva para desviar al barco de las costas portuguesas.
Pero Aleister Crowley llegó: el 1 de septiembre el
Vasconcelos arribó al puerto de la Roca del Conde
de Obidos. Una espesa niebla, insólita en aquella
época, que había caído súbitamente
sobre Finisterre, lo retuvo en Vigo cuando iba a largar.
Por petición expresa de su capitán, se hizo
cargo de los pasajeros del otro vapor que tenían
como destino Lisboa.
Desde la ventana de su oficina, Antero observaba con
indiferencia como descendía el pasaje del Vasconcelos.
En el puerto no había ni rastro del Alcántara.
Se sorprendió de la inusitada habilidad con que desvió
el inconveniente. La travesura, primera y única en
su vida, no tendría ninguna consecuencia importante
para el Servicio Nacional de Aduanas.
Pero de repente su ánimo se alborotó cuando
escuchó una imprecación en inglés.
Ya en tierra, y envuelto por el frío vio avanzar
a un hombre extraordinariamente alto, de anchas espaldas,
envuelto en una capa negra. Sus ojos eran al mismo tiempo
maliciosos y seductores. Con una sonrisa radiante y poderosa,
Crowley agradecía al cielo el favor de enviarle la
niebla. Lo acompañaba su amante de turno, una alemana
que constaba en el registro con el nombre de Leni Blumenstal.
En la misma tarjeta de inmigración anotaron que se
hospedarían en un antiguo hotel de La Alfama.
La tarde siguiente, Antero recibió un telegrama.
Crowley le contaba sobre su retraso lo que él ya
sabía y lo citaba en una céntrica cafetería.
De nuevo se vio acorralado. Ingenuamente había firmado
el acuse de recibo por lo que no le quedaba otra alternativa
que acudir a su encuentro.
Pese a sus temores todo resultó mucho mejor
de lo que esperaba. Crowley era afable, educado y un magnífico
conversador. Sus anécdotas eran chispeantes y entrañables
a la vez. Le sorprendió su humanidad, su trato amable
con todos, su sosiego, la sabiduría que desprendían
sus gestos, su capacidad casi infantil para ilusionarse.
No sólo los unía el esoterismo.
Sorprendentemente, era Antero quien provocaba que los encuentros
se celebraran con asiduidad. En cuanto bajó la guardia
y olvidó sus recelos, disfrutó mucho con su
compañía.
Una tarde que llegó con bastante anticipación
a la cita de la cafetería Odeón conversó
con el recepcionista sobre su nuevo amigo inglés.
Pidió al camarero un Campari y se entretuvo ojeando
Noticias Ilustrado. Nada nuevo, salvo una nota pintoresca
sobre el hallazgo de un ahogado con los ojos abiertos entre
las redes de un pescador en el acantilado de la Boca do
Inferno en Cascais, ciudad marítima próxima
a Lisboa. Eran apenas diez líneas, una noticia difusa
en espera de la identificación del cadáver
y sus objetos personales: una carta y una pitillera. Mientras
estaba distraído con estos detalles apareció
Crowley exultante: vestía un traje nuevo, sin duda
confeccionado a medida porque el corte era impecable, el
chaleco tenía los botones de nácar. Dejó
sobre la mesa varios libros de poesía portuguesa
que acababa de comprar, y le recitó entre carcajadas
y de forma muy teatral un par de octavas de Os Lusiadas.
Bebieron hasta que el atardecer se volvió dorado
y rotundo. Y en aquellos instantes Antero tuvo la revelación
de que nunca podría prescindir de la vitalidad de
Crowley, mientras éste le decía que debían
despedirse, de momento, porque se sentía celoso de
la distancia entre su boca y los labios de Leni que ya se
hallaría ataviada como una emperatriz esperándolo
en la habitación. Los versos recién encontrados
impregnaron la expresión del inglés con ciertos
matices muy portugueses.
Se estrecharon las manos, Crowley lo acercó y le
palmeó la espalda con generosa sinceridad.
Cada jornada, en el mismo recuadro, de la misma página
del periódico la historia del ahogado se ampliaba
con nuevos datos. A Antero, le gustó el texto de
la carta que se encontró junto al cadáver:
“No puedo vivir sin ti. La otra Boca do Inferno me
agarrará, no será tan caliente como la tuya”.
El tono delirante tenía cierto encanto, a pesar de
que a primera vista parecía una declaración
de amor, unas líneas escritas a una mujer.
Una mañana, mientras Antero se entretenía
cavilando sobre el caso del misterioso suicida, sonó
el teléfono y se encontró con la voz angustiada
y de inconfundible acento germano de Leni Blumenstal que
le solicitaba su ayuda para localizar a Aleister Crowley.
El recepcionista no lo había visto atravesar la puerta
giratoria del vestíbulo del hotel de La Alfama, desde
la tarde en que se había encontrado con Antero. Pero
lo cierto es que su amante no aparecía. Antero comprobó
en los registros que el ocultista no había cruzado
la frontera. Pero fue inútil cuánto hizo la
policía por dar con él, una vez que Leni Blumenstal
denunció la desaparición.
Junto con la desazón que le producía
pensar en la suerte que habría corrido su amigo,
Antero tenía ocupada la mente también con
el paisaje paralelo de la Carretera de la Boca do Inferno
en Cascais. La noticia de un ahogado desconocido era exótica
dentro de la pequeña comunidad de pescadores. En
un rastreo minucioso la policía encontró otra
carta entre unos matorrales que contenía también
su documentación.
“Hoy día 7 de octubre, el último día
de mi vida en éste mundo y en espera de la nueva
llamada ultraterrena para renacer, te escribo las palabras
que no anegará el océano. Esto es lo que nunca
te dije pero que no va a esfumarse conmigo. Mil vidas repetidas
persiguieron ésta clave y en todas se alzó
el reino del fracaso”. A continuación seguía
un extraño código escrito en caracteres alfanuméricos
y evidentemente indescifrable para la policía.
No necesitó leer los datos personales porque
conocía demasiado bien el estilo. Un sudor congelado
comenzó a mojar el pavor desconocido que envolvió
a Antero. Reconoció el rostro de la fotografía
y se abalanzó con un salvajismo inédito sobre
las páginas centrales donde se reproducía
el mensaje completo. La clave misteriosa no le intrigó
nada, seguro de que en unos cuantos ratos de estudio sería
capaz de aclarar su sentido. Pero algo lo desconcertaba
terriblemente. Abrió con furia su agenda. Aleister
Crowley murió el siete de octubre, instantes después
de escribir aquellas líneas absurdas, muy en su estilo
hermético que ocultaba un vacío enorme.
Antero tuvo que sentarse, las piernas no le sostenían.
En una especie de delirio frenético le vino a la
cabeza la cafetería del hotel Odeón donde
tuvieron lugar todos sus encuentros, las vidrieras mitológicas,
las carcajadas compartidas con él, el recato o la
timidez de Leni Blumental tomando un licor azul detrás
de una cortina de cuentas de cristal, siempre a distancia,
sólo cerca del inglés en la habitación
del hotel. La barra de azulejos, las cuantiosas propinas
de aquel arruinado que se negaba a serlo. Todo enmarcado
por los espléndidos y amarillos atardeceres de fuego
del barrio de La Alfama sin más horizonte que el
Atlántico y las costas de Brasil.
Bajo los ojos de Antero, sobre la mesa de su despacho del
Servicio Nacional de Aduanas, su agenda revelaba certera
la fecha de su último encuentro con Aleister Crowley:
10 de octubre de 1930.
Mientras el juez ordenaba el levantamiento y los periodistas
lo fotografiaban con sus cámaras enormes Antero lo
tenía sentado frente a él en la cafetería
del hotel Odeón, recitando octavas y riendo a carcajadas
con su traje nuevo de botones de nácar. Aquella misma
tarde, en la que con el sabor del Campari en los labios
ya leyó la noticia difusa del ahogado de identidad
desconocida mientras esperaba la llegada de Crowley.
Por el cariz de la nota la policía pensó
en un suicidio pasional. Aunque esta posibilidad aplicada
a él se volvía insólita ya que en multitud
de ocasiones había declarado que él amor no
era más que una bagatela y un entretenimiento. Aleister
Crowley nunca amó a nadie. Convencido de su inmortalidad
le parecía una incoherencia prestar una atención
que fuera más allá de lo puramente carnal
a nadie.
Se planteó también la hipótesis de
un crimen; pero el inglés no tenía enemigos
en Portugal. Sólo un amigo, pero de esta relación
sólo sabían las cartas que Antero guardaba
bajo siete llaves en espera de poder quemarlas en la mejor
oportunidad. La ruina de la editorial Mandrake Press tan
sólo había afectado de forma irreversible
a su socio, un octogenario tan falto de energía y
de voluntad que solo se desempeñaba como garante
de las publicaciones. Incapaz de maquinar un asesinato,
sin las fuerzas suficientes siquiera como para buscar un
autor material. Esta vía de investigación
también fue descartada pronto.
En último lugar se optó por creer en una simulación
urdida por el ocultista. El periodista Itamar Camoens fue
el primero en dar pábulo a ésta teoría.
Contó en un reportaje aparecido en Noticias Ilustrado
que Crowley predestinado a vivir varias vidas había
comenzado su hazaña ya en la tierra inventándose
las más variadas identidades y haciéndose
pasar por multitud de personajes en ocasiones anteriores.
Remataba el artículo diciendo: “Todos llevamos
muchedumbres dentro de nosotros”. Lapidario punto
y final que contentó a todos, aunque no esclareció
nada sobre su muerte. Daba algunas notas pintorescas sobre
su biografía pero la historia de los últimos
momentos en la carretera de la Boca do Inferno quedaba sin
resolver. De todas formas, el caso se dio por cerrado sin
que esto importara lo más mínimo.
Antero comprobó en las fichas de la policía
de Aduanas que la amante alemana de Crowley, tal como él
esperaba, había emprendido el viaje de regreso tras
haber sido requerida por la policía para identificar
la pitillera y dejar constancia de que la carta respondía
a su caligrafía. Seguramente desconsolada por la
pérdida de alguien tan singular. Pero sin referir
una sola palabra sobre Antero Guimaraes, tal vez porque
sus encuentros nunca los juzgó relevantes. Nadie
se ocupó tampoco del recepcionista, ni de averigüar
si el empleado del hotel había caído en la
cuenta de que el mismo hombre ahogado en Cascais traspasaba
elegantemente el umbral giratorio del vestíbulo a
los tres días de su muerte. Eliminada la posibilidad
de que estos dos testigos añadieran cualquier información
de última hora, Antero decidió borrar de su
vida cualquier detalle que diera cuenta de su relación
con el inglés. Si ésta llegaba a hacerse pública
se desataría el escándalo. La implicación
en el caso del jefe del Servicio Nacional de Aduanas daría
alas a todo tipo de especulaciones, interrogatorios, acusaciones
de falsificar partes o incluso contrabando. Cambiar las
fechas de atraque de los barcos era uno de los recursos
comunes entre los funcionarios corruptos para poder descargar
mercancías sin vigilancia, antes de que la llegada
oficial de los cargueros se produjese. Evidentemente Antero
estaba fuera de toda culpa. En sus largos años de
dedicación ejemplar tan sólo desvió
de su ruta al vapor Alcántara. Pero las conjeturas
podrían llegar a tales extremos que sólo la
sombra de la sospecha sobre él provocaría
su cese. Alguien en su cargo jamás podía relacionarse,
ni de lejos, con un caso de presunto suicido sin esclarecer.
Estaba decidido a desvelar el mensaje críptico del
inglés pero a solas. Aunque el esfuerzo se presentía
enorme contaba con el inmenso acicate de su curiosidad.
No podía dejar que Crowley le ganara la partida.