CUBISMO*
|
|
Acudí a la entrevista completamente a ciegas: un pintor
ofrecía un trabajo de modelo sorprendentemente bien
remunerado, pero el anuncio no especificaba más detalles.
Una vez frente a él me propuso recrear la historia
del desnudo femenino en el arte.
Firmamos un contrato que fijaba en un mes el tiempo que dedicaríamos
a cada cuadro y me tendió a modo de guía un
libro profusamente ilustrado de la editorial Taschen.
Se me ocurrió que como el artista pretendía
comenzar su proyecto con La Venus de Willendorf y
yo estaba embarazada -aunque aún no se me notaba ninguna
protuberancia en mi cintura- me eligió inconscientemente.
Mi caracterización fue sencilla: solo debía
cubrirme la cabeza con un tocado de volantes de ganchillo
que parecían faldas sucesivas con forma de concha de
molusco. Aunque según la interpretación de otros
arqueólogos no se trataba de un accesorio o prenda
de lana ni de ningún otro tejido de la figurilla, sino
de un peinado compuesto por varias trenzas enrolladas.
|
La Venus de Willendorf no tiene rasgos faciales,
es cualquier mujer, su identidad concreta no importa porque
no es un retrato sino un símbolo que transmite el mensaje
de que gracias a su capacidad, cavidad y convexidad la especie
está a salvo. Eufórico optimismo paleolítico
sobre la orilla izquierda del Danubio.
Carece de pies, no gozaba de ninguna autonomía, siempre
debía trasladarla o transportarla otra persona y solo
mide once centímetros. Las hipótesis más
extremas la consideran un amuleto de prescriptiva introducción
vaginal cuyo contacto, en la misma línea procreadora,
promovía la fertilidad.
El pintor me situó ante una tela negra, muy tensa,
y me frotó todo el cuerpo con ocre rojo de Bucovina,
la región de los monasterios pintados de Rumanía.
Los trazos del color acentuaban mis pliegues.
El sueldo incluía las molestas duchas con que cada
tarde lo eliminaba.
Me dijo exactamente que no me preocupara demasiado porque
se trataba de un primer apunte que retocaría incansablemente
hasta conseguir que ni siquiera yo distinguiera su obra de
una pintura del mismo tamaño del original. No entendí
cuál era mi función entonces si podía
reproducir la escultura a partir de cualquier fotografía.
Hablaba de revisitar los lugares míticos del arte utilizando
como filtro una mujer actual para llegar, sin embargo, al
mismo resultado. Algo así como un elogio a la importancia
del tránsito, una relectura lenta del camino de la
creación siendo otro para ser él mismo.
Me resultó pura y vacua excentricidad. Y no le presté
desde entonces demasiada importancia a sus reflexiones.
Todo aquello sucedió en los primeros días.
Ausenté mi mirada bajo el gorro trenzado. Ninguna expresión
del rostro era necesaria.
En el plazo establecido terminó y me asomé a
su caballete donde aparecía yo gibarizada, o ella a
tamaño natural.
No me atreví a comentarle lo absurdo que me resultaba
su trabajo y lo que nos habría evitado a ambos un viaje
suyo al Museo de Historia Natural de Viena para enfrentarse
a la original en vez de tenerme a mí allí, desnuda,
durante treinta días.
La diferencia entre su obra y la fotografía que aparecía
en el libro de Taschen no existía.
Sin embargo, y a pesar de mis dudas, después pasamos
a Grecia. Mi barriga dejó de ser solo incipiente, pero
tampoco denotaba necesariamente un embarazo todavía,
pasaba perfectamente por una armónica silueta aún
proporcionada.
Nada menos que La victoria alada de Samotracia era
su objeto de análisis, deconstrucción y recomposición.
Me apoyó contra la proa de un navío invisible,
en realidad un bloque de metacrilato.
Para que no apareciera en su cuadro, me dijo, como si alguien
no pudiera pintar lo que quisiera sino solo lo que tiene ante
los ojos.
Me rodeó con un eximio manto casi transparente y tan
ligero que apenas lo notaba sobre mí. Pensé
en la palabra impalpable. Él disertaba mientras
sobre la técnica de paños mojados que cultivaba
Fidias: enfundar las formas corporales en túnicas translúcidas.
Extendí mis alas triunfales y deseé que el mármol
se fragmentara con un exultante desprendimiento de calor y
vida porque me sentía de piedra.
En este caso no solo mi rostro, sino toda mi cabeza, carecía
del más mínimo interés. Sonreí
ante la idea de que la victoria no tiene cabeza, el triunfo
es acápito o descabezado. Y con esta incompletitud
o carencia sobrevenida me representó.
|
|
Esperé encontrarme en medio del
lienzo con un automóvil de carreras o cualquier otra
cosa, pero no, de nuevo sentí el absurdo del hiperrealismo
con que no me retrataba a mí, sino a una escultura
que ya era un cliché.
Se le notaba satisfecho.
Yo no emitía juicio alguno porque no me escuchaba.
Sabía de ciertos caracteres egocéntricos pero
su caso era inconmensurable. Él era el vértice,
la cúspide de todo lo que refería ignorándome;
hablaba para distraerse, entronizarse y envanecerse. Se
enardecía a sí mismo con sus disparates y
soltaba unas carcajadas atronadoras.
A ratos sentía miedo, me sentía vulnerable
y no precisamente por mi desnudez.
Todos estos raptos de narcisismo coincidieron con nuestra
inmersión en el arte religioso. Para el tercer mes
me anunció la María de Magdala atribuida
a Da Vinci. Enmarcada con una capa brillante de ribetes
negros, y ante un paisaje con luz de acuario, me colocó
de nuevo sobre la cintura una gasa y frotó contra
su blusa un broche dorado antes de colgarlo con un cordoncillo
entre mis pechos prominentes.
Siempre la figura femenina era la única protagonista,
no compartía plano con otros habitantes. Por este
motivo desestimó la Venus del espejo de
Velázquez y la de Rubens, quien a su vez reinterpretaba
a Tiziano pero, a diferencia de mi jefe, con evidentes variaciones.
La maja desnuda de Goya fue, sin embargo, ineludible.
Al menos la postura me resultó sumamente cómoda.
Cuando decidió que cada imagen elegida debía
expresar su estado de ánimo y aterrizamos en el Romanticismo
todo empeoró todavía más. La libertad
de Delacroix solo semidesnuda y demasiado acompañada
fue previsiblemente descalificada.
Y nos detuvimos en Ingres, exactamente en La gran odalisca.
En esta ocasión me encargué también
de la escenografía a cambio de un mes de vacaciones.
Tuve muchas tentaciones de no regresar a su estudio, pero
reaparecí y cargada además con todo el atrezo
exigido para su nuevo desmán: el abanico de plumas
de pavo real con empuñadura de cuero y plata, la
pipa turca fabricada con el mineral que allí se llama
espuma de mar, las pulseras de cuerda, el prendedor para
el cabello, el turbante y las telas doradas y azules exactamente
iguales. Una búsqueda muy fructífera sumergida
en tiendas bicentenarias, mercadillos de pulgas y ferias
medievales, anticuarios, rastros varios y ateliers
de modistas que me mostraban montañas de disfraces,
flecos, cortinas, tapices y adornos insospechados.
Aunque el resultado del fondo y los objetos era un calco
del recreado por Dominique Ingres en 1814, supe de antemano
que mi búsqueda era un ejercicio tan inútil
como todas las pinceladas del incongruente retratista de
desnudos femeninos preexistentes.
En esta ocasión me recompensó con creces aunque
solo económicamente, ni un simple atisbo de simpatía
o agradecimiento.
|
|
Profería elogios pero nunca dirigidos
a mí porque yo no era arte sino un ingrediente más
que mezclar en su almirez mágico para alcanzarlo,
conduciendo su propio brío para llegar a lugares
ya muy frecuentados.
La penúltima pintura fue Mujer después
del baño de Pierre-Auguste Renoir. No tuvo ningún
interés en mantener caliente el agua que me cubría
hasta las rodillas y en la que había disuelto nitrato
de plata y aluminio, decía que, para volverla resplandeciente.
Me cubrí el pubis con una mano mientras con la otra
giraba sobre mi pecho izquierdo el extremo de aquella artificiosa
melena, una peluca pelirroja definida por él como
del mismo color ambarino que alcanzan algunas frutas maduras.
Mi piel reflejaba el naranja pajizo a juego con los pastos
otoñales del fondo.
Cuando llegamos al cubismo me descuartizó.
*Premio Igualdad Aranda
|
|
|
|
|