EL
DESEO DE SER PULPO*
(The desire to be octopus)
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«Por
culpa del azar o de un desliz, cualquier mujer puede convertirse
en madre.
Dios la ha dotado a mansalva del “instinto maternal”
con la finalidad de preservar la especie.
Si no fuera por eso, lo que ella haría al ver a esa
criatura minúscula, arrugada y chillona, sería
arrojarla a la basura».
Inés del alma mía. Isabel Allende.
«Solo un imbécil confía
su vida a un arma».
Gray Fox de la serie de videojuegos Metal Gear.
En el centro del salón hay un orinal de plástico
del que emana un preludio de Rajmáninov.
Los dos niños de tres años gritan el nombre
de un juego. Un mensajero llama impetuosamente. Después
de firmarle el documento descarga en el rellano una hamaca
brasileña con soporte. Espero que no caduque.
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Kate Sanders, la profesora de inglés del otro niño,
o preadolescente, de trece años llama por teléfono.
Se siente toreada dice, a pesar de su origen. Mi hijo no es
bilingüe, como le dijo ni mucho menos nació en
Edimburgo. No encuentra el eufemismo adecuado para describir
su conducta absolutamente inactiva durante el curso.
Con el inalámbrico presionado entre el hombro y la
oreja entro y salgo de la terraza cada vez con un cargamento
de ropa de distinto color.
El correo electrónico es como un estor japonés,
baja incesantemente a medida que se llena el buzón.
Las peticiones son numerosas y sobre todo variopintas. Gajes
de un oficio que no se puede definir con una sola palabra.
El principal aliciente del pluriempleo es lo divertido que
resulta.
Uno de los niños de tres años pide Isostar,
«la bebida de los corredores», repite a modo de
eslogan publicitario. El otro quiere gaseosa. Cada uno me
da con un objeto en el hombro para apremiarme: una flauta
dulce en el derecho y una peonza galáctica en el izquierdo.
Abro la página de la compañía de trenes
y compruebo una vez más el horario para esa tarde.
El don de la ubicuidad me permite situarme delante del ordenador,
de la cocina y ante el tendedero a la vez.
«Demasiados calderos al fuego», dicen los canarios
para describir una situación multitarea. En este caso
es literal: sopa de marcianitos (de trigo), codillo al horno
con manzanas y farfalle para el segundo turno de comidas que
tendrá lugar alrededor de las tres.
Deshueso dos piernas de pollo mientras concluyo mentalmente
un mensaje de texto en el que aclaro que no siempre un verso
de catorce sílabas puede considerarse alejandrino si
carece de dos hemistiquios, la acentuación pertinente
y demás pautas métricas.
Llega mi madre con los datos de un hotel de Salou. Quiere
que le muestre fotos en la web. Sobre todo del bufé
y la piscina.
En el teléfono suena el pitido de llamada simultánea.
Me avisan desde la imprenta de que el encuadernador no encuentra
en el almacén las cajas con los libros que supuestamente
presentaremos el viernes por la tarde. Aún es jueves.
Mi madre me pregunta si el hotel está céntrico.
Los niños se pulverizan con un espray para limpiar
moqueta. «¡Nieve del Belén!», gritan.
La profesora de inglés pide permiso para abandonar
el circo. Yo soy zen, una atleta de la mente.
Sobre el sofá está la última revista
Savoir faire de mi sobrina. La frase que corona a la top model
dice: Superwoman, ¿mito, timo o desdoblamiento imposible?
A todo volumen suena Libérate de Rafael Conde. Salgo
irreflexivamente al balcón y saludo a mi sonriente
vecino de setenta años. Permanezco unos segundos en
stand by. Dentro, los dos niños de tres años
con los pantalones bajados andan como pingüinos. Mi madre
dice que cogerán la gripe A.
La mujer maravillosa de la portada vuela sobre todo esto.
Lejos de condenas a trabajos forzados y me guiña un
ojo.
Mi madre se queja del trámite por internet de su viaje
que le impidió elegir como destino Lloret de Mar.
Mi abuela me decía que no tengo hiel y me he propuesto
no contradecirla nunca.
Me siento en una silla de mimbre minúscula y comienzo
a repartir sopa. En cada cucharada debe aparecer al menos
una nave espacial, un astronauta y un alienígena.
Suena el teléfono y me ofrecen un descuento para la
suscripción a una revista de ciencia ficción.
Escucho la Vespa del cartero. Por suerte no llama.
Mi madre aprovecha para cantarles a sus nietos el Salve Regina
de Poulenc íntegro. Ellos graznan como cuervos.
Anoto en la lista de la compra. O la compra de la lista, que
dice una amiga mía a la que no veo desde hace tres
años: miel, ajos tiernos y servilletas de papel. Sigo
con el segundo plato: el pollo ya deshuesado mientras resolvía
de cabeza varias consultas electrónicas. Solo me queda
escribirlas antes de que se me volatilicen.
En el otro extremo del pasillo, el cubo en el que he disuelto
limpiador aroma a vainilla espera para no convertir el suelo
en una pista de patinaje.
El de trece años vuelve del instituto. Una vez en la
cocina abandona la mochila de veinte kilos sobre el pavimento.
Es una isla con forma de joroba. Después de responder
con monosílabos a todas mis preguntas sobre la jornada
me pregunta si Moisés es de Disney.
Su abuela refunfuña y le pregunta qué ha almorzado
como si no confiara en mis posibilidades alimenticias.
Necesito imprimir varios artículos aún.
Si ganara puntos creo que el casillero no albergaría
tantas cifras como las que obtengo con cada acción.
Reservo cita con la pediatra para el día siguiente.
Por el tono condescendiente, el alarde de paciencia, advierto
que la recepcionista también es zen u olla exprés
que evita la explosión mediante varias válvulas,
como yo. Después de la consulta vendrá el aprovisionamiento
en la farmacia, la recogida de los disfraces, del pan, pequeños
agujeros negros por los que se cuela una cantidad de tiempo
inmensa.
A punto de comenzar con el postre, también con aroma
de vainilla, advierto que tengo conciencia de las piezas de
mi cuerpo: las cervicales, los discos de la columna. Soy un
depósito que se vacía, una batería que
se descarga demasiado rápidamente. De fondo el zumbido
ininterrumpido de la lavadora y el lavavajillas y mi agradecimiento
hacia ellos por ser los heraldos, la anticipación de
la domótica que algún día será:
la casa y los niños autolimpiables.
Mi madre comienza la sección necrológica. Por
suerte no conozco a ninguno de los finados. Es un alivio.
El parpadeo del cronómetro me indica que ya no me queda
demasiado tiempo. Comienza la etapa contrarreloj: ingesta
apresurada, incursión en el vestidor mientras ando
a la pata coja para colocarme las botas a la vez que el foulard
y, como desafío final, el asalto al tren con varios
segundos de margen para que los pitidos me pillen ya, por
fin, sentada. |
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Todo esto sucede hasta la pantalla número ocho
de la Mujer tentacular u Octopus woman.
En la siguiente aparece en escena el marido. En la novena
se compra un libro de heteroayuda y en la fase final, que
como es previsible es la más difícil, se lo
juega todo para pasar de nivel.
El momento culminante comienza con la llamada de una amiga
soltera, sin hijos a la que su madre le prepara a diario
la comida mientras una tercera mujer le limpia su escueto
estudio de cuarenta metros. Es dueña de una agencia
matrimonial en la que sus dos empleadas gestionan el grueso
de la agenda, la base de datos y los encuentros garantizados.
Ella se limita a probar de vez en cuando el género.
El desafío tiene lugar cuando la amiga le dice que
va de puto culo y que no tiene tiempo para nada. La pira
prende dentro de los ojos de Octopus woman cuando la otra
nombra las clases de pilates, el curso de sushi que sigue
los sábados por la mañana y las tres tardes
que ha tenido que dedicar durante la misma semana a buscar
un cinturón blanco pero estrecho.
Es entonces cuando debe conservar la calma, mantener el
pulso, ser más zen que nunca, no estallar y eliminar
tensión con algo como te entiendo perfectamente.
Nadie me discutirá que la profesión de probador
de videojuegos es una de las mejores que se pueden ejercer
en la actualidad. Además de divertirte, acabas sabiendo
de muchas cosas aunque estas pertenezcan a mundos ficticios.
Ya tengo bastantes datos para el informe:
-La ambientación real, que aparezcan nombres de lugares
reconocibles y las alusiones a los grados de parentesco
le añade credibilidad y cercanía. En esta
misma línea están las reflexiones insertadas.
La profundidad psicológica de los personajes ayuda
a la identificación y se trata de adoptar el punto
de vista de quien realiza la acción. Es un juego
en primera persona.
-El planteamiento es novedoso, aunque intencionadamente
exagerado.
-Señalo el lenguaje soez del final en boca de la
amiga, para que se considere en la calificación por
edades, pero no se me ocurre una expresión alternativa.
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-Citan siempre como ejemplos de entornos
agobiantes Resident Evil, Silent hill, Clock tower y Alone
in the dark, en castellano, Diablo residente, La colina
silenciosa, La torre del reloj y Solo en la oscuridad, pero
este de Octopus woman es inigualable.
-Sé que muchos jugadores no soportarán el
nivel de estrés que produce el juego. Por eso sugiero
que aparezca una advertencia al respecto. Una vez quitado
el celofán de la caja ya no se puede devolver. Los
superpoderes de la heroína son eso precisamente,
habilidades desproporcionadas.
-Y un último detalle que contraviene aún más
las leyes de la verosimilitud: todo esto que he narrado
lo realiza Octopus woman con un bebé de cuatro meses
en el pecho al que sostiene con una de las ventosas de su
brazo tentacular (sic1)
*Premio Mujer Kimetz Elkartea de Ordizia.
1sic. (Del lat. sic, así).
1. adv. U. en impresos y manuscritos espańoles, por lo general
entre paréntesis, para dar a entender que una palabra o frase
empleada en ellos, y que pudiera parecer inexacta, es textual.
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