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RELATO DE AMOR A UNA MADRE

Mi padre siempre había sido un hombre elegante, de caminar honroso, como – según él- todo director de orquesta debía ser. Me enseñó lo que era la dignidad desde muy pequeño.

Rondaba yo los siete años cuando, estando a solas con mi padre -en el día después de un excelente concierto y mientras la sirvienta recogía el primer plato – cogió la cuchara del postre, semiabrió la boca y, tras arrojar un hilo de vaho con suma clase, colocó la concavidad del cubierto en la punta de su nariz.

Así, con la barbilla altiva y la cuchara colgando, me miró sobre el hombro y me dijo:

-¿Ves, hijo? Este debe ser el semblante de un Hombre.

Yo le miraba atónito, comprendiendo en aquel mismo instante el modo en que los grandes directores de orquesta como él habían educado su rotunda pose; un hieratismo propio de alguien imperturbable.

Cogí la cuchara algo tembloroso y me vi en ella reflejado a la inversa. Empañé la pulidísima superficie de un soplido que emané desde mi infantil tráquea, y acompañe a mi padre en su pose de prohombre. Así pasábamos varios minutos al día, hablando sobre temas transcendentes, más centrados por aquella época en la postura que en los argumentos.

La verdad es que, aunque en mi madurez hubo quien me sugirió que de ahí partían mis carencias, nunca en mi infancia eché de menos la educación de una madre. No había conocido a aquel sujeto que colmaba de besos a mi amigos y, ante la tozudez con la que veía que les insistía en no salir de casa sin jersey, tampoco se me antojaba necesario. Qué equivocado estaba…

Nosotros teníamos una sirvienta mulata a la que mi padre había mandado obedecerme y yo, que no entendía del todo por qué aquella mujerona debía ceñirse a mis caprichos, me limité a apreciar sus labores de casa.

Este fui mi primer contacto femenino, y quizás debió haberme instruido – aunque mi padre era reacio a que desgranase conocimiento de aquella mujer – en que había ciertas cosas que en nuestra casa considerábamos normales y que las mujeres del mundo no entendían. Si mi padre hubiese dejado a la mulata evangelizarme sobre los amoríos de arrabal, quizás ese semblante perfecto que portaba a mis diecisiete años – fruto del intenso trabajo con la cuchara de postre – y que a tantas mujeres fue capaz conquistar de un simple golpe de vista, hubiese sido más productivo en mi primera cita.

<<El pulcro camarero de ese restaurante con tanta clase que hacía esquina en la Calle Anzueta, colocaba el merengue sobre la mesa. Ella llevaba toda la comida elogiando mis virtudes y yo quise mostrarle cómo me había convertido en ese hombre del que ella se había enamorado. A razón de mi desconocimiento, nunca habría sabido la carcajada que ella espetaría en mi rostro al explicarle y escenificarle cómo mi padre me enseñó a comportarme de aquella forma. Con la cuchara aún oscilando en mi nariz, salió corriendo entre risas del restaurante. Yo me giré avergonzado a certificar que se marchaba y, mientras la cuchara se precipitaba hacia el suelo, culpé a mi padre y a la mulata por hacerme fracasar aquella noche.>>

Temo a las mujeres desde entonces. Aquella cita, aunque yo no lo sabía cuando comenzaba, iba a construir un precedente –ya fuese como inspiración exitosa o como fantasma que merodease en todas las demás – y resultó conformarse como un pánico que me hacía temblar ante la posibilidad de fracaso. Y esto, inevitablemente, terminó haciendo fracasar todas las futuras citas.

Tanto me hundieron mis meteduras de pata, que la última mujer – sin saber yo con qué extraña brujería había adivinado mi pasado- me espetó que no estaba allí para hacer de madre. ¿Ya ni un mísero desayuno, aunque sólo sea de zumo de naranja, café y un pequeño bollo, traen las nuevas mujeres a la cama? El portazo hizo vibrar la casa.

Alejado de mi despreocupación juvenil, me encontré tirado sobre las sabanas revueltas. No podía entenderlo. ¿Por qué te fuiste, mamá? ¿Por qué me pariste para dejarme en este mundo sólo, sin una mano femenina que me enseñase el camino?

relatos escritos por Anónimo: El cazador de perdices



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras