Yo le miraba atónito, comprendiendo en aquel mismo
instante el modo en que los grandes directores de orquesta
como él habían educado su rotunda pose; un
hieratismo propio de alguien imperturbable.
Cogí la cuchara algo tembloroso y me vi en ella
reflejado a la inversa. Empañé la pulidísima
superficie de un soplido que emané desde mi infantil
tráquea, y acompañe a mi padre en su pose
de prohombre. Así pasábamos varios minutos
al día, hablando sobre temas transcendentes, más
centrados por aquella época en la postura que en
los argumentos.
La verdad es que, aunque en mi madurez hubo quien me sugirió
que de ahí partían mis carencias, nunca en
mi infancia eché de menos la educación de
una madre. No había conocido a aquel sujeto que colmaba
de besos a mi amigos y, ante la tozudez con la que veía
que les insistía en no salir de casa sin jersey,
tampoco se me antojaba necesario. Qué equivocado
estaba…
Nosotros teníamos una sirvienta mulata a la que
mi padre había mandado obedecerme y yo, que no entendía
del todo por qué aquella mujerona debía ceñirse
a mis caprichos, me limité a apreciar sus labores
de casa.
Este fui mi primer contacto femenino, y quizás debió
haberme instruido – aunque mi padre era reacio a que
desgranase conocimiento de aquella mujer – en que
había ciertas cosas que en nuestra casa considerábamos
normales y que las mujeres del mundo no entendían.
Si mi padre hubiese dejado a la mulata evangelizarme sobre
los amoríos de arrabal, quizás ese semblante
perfecto que portaba a mis diecisiete años –
fruto del intenso trabajo con la cuchara de postre –
y que a tantas mujeres fue capaz conquistar de un simple
golpe de vista, hubiese sido más productivo en mi
primera cita.
<<El pulcro camarero de ese restaurante
con tanta clase que hacía esquina en la Calle Anzueta,
colocaba el merengue sobre la mesa. Ella llevaba toda la
comida elogiando mis virtudes y yo quise mostrarle cómo
me había convertido en ese hombre del que ella se
había enamorado. A razón de mi desconocimiento,
nunca habría sabido la carcajada que ella espetaría
en mi rostro al explicarle y escenificarle cómo mi
padre me enseñó a comportarme de aquella forma.
Con la cuchara aún oscilando en mi nariz, salió
corriendo entre risas del restaurante. Yo me giré
avergonzado a certificar que se marchaba y, mientras la
cuchara se precipitaba hacia el suelo, culpé a mi
padre y a la mulata por hacerme fracasar aquella noche.>>
Temo a las mujeres desde entonces. Aquella cita, aunque
yo no lo sabía cuando comenzaba, iba a construir
un precedente –ya fuese como inspiración exitosa
o como fantasma que merodease en todas las demás
– y resultó conformarse como un pánico
que me hacía temblar ante la posibilidad de fracaso.
Y esto, inevitablemente, terminó haciendo fracasar
todas las futuras citas.
Tanto me hundieron mis meteduras de pata, que la última
mujer – sin saber yo con qué extraña
brujería había adivinado mi pasado- me espetó
que no estaba allí para hacer de madre. ¿Ya
ni un mísero desayuno, aunque sólo sea de
zumo de naranja, café y un pequeño bollo,
traen las nuevas mujeres a la cama? El portazo hizo vibrar
la casa.
Alejado de mi despreocupación juvenil, me encontré
tirado sobre las sabanas revueltas. No podía entenderlo.
¿Por qué te fuiste, mamá? ¿Por
qué me pariste para dejarme en este mundo sólo,
sin una mano femenina que me enseñase el camino?