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EL CAZADOR DE PERDICES

No habíamos visto jamás en nuestras tierras ni una de aquellas aves que el extranjero llamaba perdices. No se habían cazado ni criado, le dijimos, y ante su asombro y sin desistir-pues simplemente a por perdices había venido desde muy lejos- se caló el sombrero y continuó su búsqueda. Cuando ya marchó, no acertamos a ubicar el acento de aquel hombre en ninguna región conocida.

A decir verdad, ni siquiera parecía conocer nuestro idioma, simplemente repetía ciertas frases memorizadas con la intención de dar con aquel ave que, según él y en contra de lo que nosotros sabíamos, anidaba entre los matorrales de nuestra región y correteaba veloz cuando no daba un pequeño vuelo para huir de los depredadores.
Sí que era cierto que los gatos monteses eran comunes en nuestra planicie y la verdad era que nunca habían atacado a nuestras gallinas y no sabíamos de que se alimentaban, aunque hay que reconocer que nuestros gallineros eran casi fortalezas, legado este que nos habían dejado nuestros abuelos de una época en la que las bestias - y quizás sólo eran gatos - atacaban por la noche a las gallinas.

Pero, aún así, si se alimentaran de perdices creo que lo hubiéramos sabido. Desde el pueblo, debido a la llanura que dominaba - que solo deprimía hacia el cauce del pequeño rio- durante una semana estuvimos viendo en el horizonte la figura del extranjero cazador. Por las noches, en vez de venir al pueblo como le habíamos invitado a hacer, prendía una lumbre que se apagaba durante sus sueños y se erigía al alba como una columna de humo. Las mañanas serenas en las que ni una brizna de hierba era mecida por la brisa y el frescor de la noche parecía haber congelado el tiempo, la humareda gris se alzaba tan vertical que parecía tener prisa por llegar hasta el cielo. Día tras día, la fogata se fue alejando, hasta el punto que una noche ya no apareció en el horizonte. Sabíamos que el cazador aún merodeaba no demasiado lejos tras su presa, porque en las mañanas la columna de humo le delataba a infinitos kilómetros, y por los chiquillos que, aun teniendo la misma curiosidad que nosotros por el extranjero, la inesperada vida no había asentado aún en ellos el miedo, y se arrastraban entre la maleza para divertirse espiando las extrañas costumbres del cazador. El hombre solía comer unos pedazos de carne seca que ya comenzaban a escasear en su zurrón y miraba con nostalgia la lumbre y quizás le hubiese gustado inundar la noche del aroma de perdiz a la brasa; aroma que dedujimos exquisito dada la insistencia con la que el hombre buscaba aquel ave invisible. Lo cierto es que llegó un día en que ya ni la curiosidad de los niños tenia fuerza tal como para alcanzar al cazador. Se había esfumado muy pronto una mañana, dejando una señalizadora columna de humo y nada más. Durante varios días muchos curioseamos el horizonte esperando encontrar alguna señal. Quizás - los más optimistas pensábamos así- ya había encontrado sus perdices y había emprendido el regreso a casa; estábamos convencidos de que un hombre que se adentraba con tanta insistencia en la llanura en busca de algo, debía tener un lugar al que regresar. Otros, más viejos y hastiados, tomaron al cazador como un vagabundo que inevitablemente debía morir en su casa - que era cualquier lecho de hierba sobre el que se tumbase - quizás atacado por los gatos monteses o alguna otra bestia más voraz que morase a un par de horizontes tras nuestro horizonte. Alegremente nos sorprendió su figura regresando unas semanas más tarde. El hastío nunca había dejado a los hombres pensar con claridad y jamás, que yo recuerde en la historia de nuestra planicie, los que a él habían sucumbido habían alcanzado la verdad. Bien es cierto que en ocasiones el azar les había entregado la razón y entonces proclamaban desdeñosos un "ya lo dijimos", pero nada más. Esta vez no había sido así. Y nosotros, los optimistas, que no nos gustaba adueñarnos del azar ni hacer pasar nuestras conjeturas por solidad verdades, nos limitamos a dar la bienvenida al extranjero. Venía colmado de perdices, apenas arrastrando los pies y sediento como los mulos que cargaban las cosechas en verano. Se deshizo del bulto junto al abrevadero y bebió desaforadamente. Los chiquillos curioseaban las moteadas plumas de aquellas aves y el pueblo, quizás por la novedad que suponía el extranjero, se encontraba feliz de que este hubiese dado con su objetivo. El hombre, buen hombre donde los haya - que quizás sea de tan lejanas regiones de donde haya que importar a los buenos hombres- nos entregó media docena de aquellas aves. Y por sus gestos entendimos que había en aquella jaula machos y hembras y que en unos años, con cuidado y esmero podríamos comer en el pueblo, además de huevos, trigo y gallinas, carne de aquella ave que en aquel momento nos parecía tan exótica. Al cazador, por la lastima que nos producía la sola idea de que pereciese de regreso a casa al sucumbir a la enorme carga de perdices, le regalamos un viejo mulo al que probablemente no le quedaban más que unos meses de vida, pero que le serviría para transportar el bulto. Aquella noche, en agradecimiento, nos enseñó a cocinar las perdices. Estofó tres en una olla y asó otras tres sobre las brasas y se quedó maravillado con las hogazas de pan de nuestro pueblo cuya ligereza comparaba -o eso creímos por los gestos - con la del humo. No es que fuese aquel un ostentoso banquete, aunque nosotros tampoco éramos de comidas copiosas, pero si que fue disfrutado por todos, incluso por quienes habían vaticinado la muerte del extranjero. Si bien no se retractaron de sus palabras, la mirada con la que habían recibido el olor de la carne recién hecha y la ansiedad con la que la paladeaban, decía ya suficiente. A la mañana siguiente partió con el viejo mulo y le entregamos en su despedida una hogaza de nuestro pan, orgullosos por cómo las había apreciado. No ha vuelto a haber en el pueblo visitas ni transeúntes extranjeros y, si bien no hemos echado de menos esto, sí que nos hubiera gustado que nuestro viejo visitante volviese una vez más a comer nuestras hogazas, las cuales seguro que añora allí donde resida, de igual forma que un día añoró las perdices. Desde entonces tenemos una nueva festividad en el pueblo, la semana de la perdiz, y la gente joven y animosa se aleja de las casas para pasar la noche en torno a una fogata, charlar y comer perdices. Y es en estos precisos momentos que oímos a quienes fueron niños cuando vino el extranjero y que ya son jóvenes hombres, hablando de partir hacia otras tierras, a conocer mundo. Y a nosotros, que muchos somos ya viejos pero aún optimistas y desdeñosos del hastío, nos maravilla la idea de ver a nuestros jóvenes disgregados por el mundo, quemando leña en la noche como el viejo cazador, extendiendo nuestro esponjoso pan por regiones lejanas, cazando perdices, durmiendo al raso y plantando columnas de humo por todos los lugares. Y con la nostalgia, que curiosamente se adelanta a la despedida, les pedimos que regresen para enseñarnos todo lo aprendido, igual que nos gustaría que aquel cazador extranjero lo hiciera. Aunque quien sabe, quizás simplemente estemos siendo demasiado impacientes.

relatos escritos por Anónimo: El buen recorte



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras