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Y
perderse.
Abandonar el cemento,
huir al campo sin fronteras.
De donde todo proviene.
Dejar este calabozo
que sitia cual jauría de lobos.
Y perderse
por vegas y alcarrias
respirando claroscuros.
Saborear elixires de vapor
en los óleos del alma.
A ciegas, sin referencias en las sombras.
Pasear con espíritus libres
en el zaguán de la noche eterna.
Desnudo, sudoroso, descalzo.
Hablando con árboles
en el tul de las tinieblas.
Y perderse para hallar
en esta campiña de cenizas suspendidas,
a la ingenua ave volando
en el flujo de las olas del amor.
Reconocer en las aguas trenzadas del río,
esas piedras plomizas donde palpita
la fragancia de las hayas.
Escuchar al fantasma que se precipita gritando.
Sentir en la dehesa aplomada,
cómo golpean los truenos
cuando aúlla el viento
al galopar las nubes en los charcos velados.
Y perderse en la humedad
de la sonrisa del bosque.
Vagar por sus alfombras mullidas.
Acariciar líquenes y helechos
para morir de vida, en la luz
gris del sol de seda.
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