II
Sabrás soportar la embestida. Acéptalo, al destruirte
te haces mas fuerte. Es la consigna una condena y en ella
se gesta la cohesión y la forma. Habrás de ser
invencible. Asesinándote. Abriéndote el vientre
y vertiéndote las viseras en la ciénaga luctuosa
en la que se escenifican los partos, habrás de ser
un cuerpo inerte. Que se blinda y protege de sí mismo.
Que trascendido y con fiereza se indaga en las venas. No,
en verdad no son capturas, ni en reo, pero cada muerto es
un cero, una vela ígnea y anónima que se apaga.
Sabes quienes son tus hombres. En ellos confías y te
sabes pleno.
Hermosura de yegua virgen. Cabalgas en un cristal de ojos
atravesados por lanzas y ballestas.
Algas en la estepa y piensas que al cruzar las cumbres trigáceas
olerá más de frente el lodo y la vorágine
en que se gesta la matanza. Esto es mirar la carne cediza,
la culpa y su velamen, las membranas corruptas, el músculo
y su llaga, que abierta e incurable se dilata para dar el
paso más de cerca, la llegada hasta otro muro, a un
umbral de estelas, en donde no la espera sino vulvas óseas
y vertidas, y una enferma que se mata. Corpiño de color
de tierra, de foso llamándole a las piedras pentámeras.
Penetras al isquion y el cóccix. Sacro en gora se destejen
los tendones. Y lactinas. Un segregar de escoria y lava. De
punzón y llama que se enciende y luego pare sotas lacticíneas.
Sabe a azúcar el rojo de la vulva que es la pústula
henchida y de púrpura de Tiro impregnada. Avanzas y
destruyes con tu puya el cuello de los contritos que se mecen
en la jungla oxidada del acero inexorable. Un caballo cae
bajo el rigor de la metralla. Es la tropa la lluvia, el ahogo
de los cedros. Se tiñe el pantano del color que se
tiñe el betabel. Y se destila la luz en sus cavernas.
Rubíes. Ductos luminosos. Sangre que diáfana
y convexa se refracta en un cristal de ojos atravesados por
lanzas y ballestas.
Te reprochas ser un monstruo. Entonces habrás de ver
qué filo te hilvana, qué aguja te atraviesa.
Rey de luto. Rey de paso y muero. Rey de vengo porque me has
herido. Rey que rezas putas. Rey que se agita con las balas.
Rey de odio. Rey que embargo. Y embebido con su arma de torpedos
y dragones, con su fuego de hiero y ato. De fumo y vivo. De
voy y parto. De siembro y digo sin mirar de cerca ni de reojo
ni de apenas roce ni de a gato ni de a gota y lleno, ni de
a barco y zarpo. Un arpón que ha entrado en el tórax
de un siervo, de un hombre con coraza, de un número
que desapercibido suma otro número en otra taza. Al
fin y al cabo que restar es poner más en otro lado.
Sin esto el combate sería infructuoso. Por eso es que
tú te yergues y te pones alto para mostrar tu semblante
de cadáver y jinete que arrasa son sus garras las cabezas.
De osado y perverso que disfruta con la muerte su corona,
su realeza de animar al mundo son las bestias desatadas.
Cedes; es evidente que habrás de ser un ángulo
negro, un péndulo desafinado. Pero, ¿quién
con su espada atravesará tu espina dorsal y te dejará
encallado en una roca ajena y marmórea, con las manos
colgando y manchadas de ríos de espesas coletas?
Hules el hambre de un cordero, que presentido, sabe que será
destazado y que mudara su vida en una mandíbula de
lobo enfermo de rabia. Cedes porque sabes que tu carne es
igual que la cara de los cerdos, y que basta una jauría
protegiéndose con lanzas, moviendo sus patas atestadas
de pezuñas, en dirección a donde se mueven las
olas, para dar ese sentido de selene a ese puente inadvertido
que es el cerrar los ojos y ver de blanco las estelas. No
querrías defenderte. Al fin de cuentas que solo y con
una daga tendrás que ver que rodeado de un séquito
de hombres, que impotentes y furiosos no podrán hacer
nada, no tendrás más que resignarte, no a morir,
sino a saber que mientras mueres, no eres tú el que
empuña la espada que atraviesa tu lengua devanada.
Pero puedes también tomar ese filo de punta que sostienes
entre las manos, e introducirlo entre esa fila de dientes
sucios que protegen la guardia en donde maduran los ojos polares
de lo incierto. Si es así, que con ese afán
ya te tienes rodeado, y tan solo con dos respuestas: sentirás
el frío de siete hachas en la garganta. Pero después
solo sentirás el hervor de la sangre que te ahoga,
pero para entonces, un tulipán, una espina y un geranio,
posarán sobre tu pecho.