Amaba a las coristas,
su dulce movimiento en las esquinas,
la sonrisa de pitiminí en el braguero
cuando un ausente depositaba
un billete de cinco euros
en la liga insaciable.
Amaba a las coristas.
Les llevaba flores amarillas
y la pasión acurrucada
en la portañuela que nunca se abría.
Pero un día las coristas
se marcharon. Me dijeron adiós
desde una nube. Guardé
el billete de cinco euros
y regalé el amor a Nicodemo,
otro santo.