La sortija tenía una piedra roja,
tal vez un rubí.
Tal vez era falsa, tal vez robada.
La muchacha la mostraba secretamente
entre los pliegues de un pañuelo y temblaban
sus manos
y el rubor coloreaba su penumbra.
Desgarrando sus labios las palabras.
La desesperación fijaba un precio y otro
y aquel hombre, su humo y su barriga,
pretendía otra joya,
en su coche quizás,
con las faldas levantadas.