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Es
muy temprano aún para pasear por el monte y ya el niño
Manuel anda de cacería con su tirapiedras detrás
de las torcazas que no quieren dejarle acercar demasiado.
Los árboles son muy altos y por lo tupido del follaje
apenas se puede ver. Las hojas húmedas de la vereda
son como un regalo a sus pies descalzos. El concierto de las
avecillas alegra la mañana. El agradable olor que desprende
cada árbol es un ingrediente que activa la intrepidez
de nuestro pequeño cazador.
Desde hace algún tiempo él quiere saber dónde
es que viven las torcazas moradas y las palomas aliblancas.
Son muy difíciles de cazar, pero tienen buen tamaño
y muy buena carne. Los bolsillos del pantalón le pesan
pues los trae cargados de las piedras del tamaño apropiado
que son los proyectiles para su flecha.
Ahora pasa junto al ojo de agua y siente sed por lo que corta
con su pequeño machete una caña de tibisí
que es el que usan los campesinos para tomar agua limpia y
fresca en estos manantiales. Hay un árbol muy frondoso
que da allí una sombra deliciosa. Arriba en las ramas
más bajas hay un tocororo que se deleita en su canto
mañanero. Manuel lo mira con mucha atención
para comprobar que es cierto que tiene los mismos colores
de la bandera nacional. Esta es un ave que todos acá
admiran y cuidan mucho. Nadie es capaz de dispararle una piedra.
Manuel va saliendo del monte y se dirige cautelosamente hacia
los viejos algarrobos. Sabe que al lado hay unas palmas con
palmiche maduro y casi siempre algunas torcazas. Trata de
disimilar su presencia lo mejor que puede. Cuando va llegando
salen volando varias torcazas y se posan en el primer algarrobo.
Esta vez el niño se acerca más como todo un
héroe.
Se sitúa en una posición cómoda para
hacer el primer disparo y tratar de no fallar. Está
nervioso, pero intenta de controlarse. Una de las aves está
en una rama que permite un buen tiro. Retiene la respiración.
Apunta bien y estira las ligas con fuerza. Dispara con precisión.
Por primera vez acierta en dar justo en la cabeza de la torcaza
que se precipita del árbol en vuelo decreciente en
forma de espiral. Ya está casi justo al alcance de
sus manos. Intenta agarrarla y se queda tan solo con las plumas
de la cola. El ave se recupera y se escapa hacia otro árbol.
La persigue durante un buen rato, pero cada vez vuela más
lejos.
Un último intento lo lleva hasta una mata enorme de
ayúa toda llena de espinas. Manuel se queda mirando
con sorpresa. Allá arriba muy bien protegido está
el nido con los pichones y la madre que esperan… Ahora
se alegra de que no pasó nada más grave.
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