Cuando se muere una gran persona
un inmenso vacío nos devora.
Las palabras se gastan sin sentido,
sin precisión alguna, sin un grito
que nos devuelva apenas la cordura,
otra paz sin dolor, sin amargura.
Protestantes se paran los relojes
y el paisaje nos mira sin su nombre.
Cuando esa gran persona es un amigo
el llanto es un Ebro embravecido.
Como el relámpago sacude al roble
el corazón se agita y descompone.
Nunca más frío nos resulta el silencio.
Nunca más hondo nuestro escaso tiempo.
Y en los extraños dones del recuerdo
nunca sabremos cuando habremos muerto.