Amargan estas fresas. Las compramos
ayer en el mercado, en el local
de un mercader armenio. Deslizándonos
entre la gente, heridos
por el bullicio hermoso de la plaza,
llegamos a la tienda: el mundo
ardía en sus colores y en su encanto.
La dulzura del sol y de la fruta
bañaba la mañana. Mandarinas,
peras, melocotones, kiwis,
manzanas. La metáfora
de la fiesta del mundo: la explosión,
el júbilo, el trabajo de un hombre.
Las monedas pasaron de una mano a otra.
Se despidió en su lengua antigua,
bendiciéndonos, el tendero. Ahora,
ante la tele, mientras tomo
la cuchara y mezclo las fresas
con el yogur, ya antes de probarlas,
lo sé: amargas. Yacen boca abajo,
como lirios tronchados, cientos
de personas. Su sangre deja charcos
oscuros, regueros podridos, secos
en las aulas. En Kenya, 2015.
El hombre ha muerto y Dios también.
No están los organismos oficiales
para certificar tanta vergüenza.
Disfrutan de su cóctel en terrazas
con vistas a otro océano. No valen
nada estas vidas. Valen nada
los cuerpos. Vale nada este licor
sagrado que hoy escancian brutalmente,
desde el mayor odio posible,
los hijos de la nada y la barbarie.