El contorno costero había desaparecido de la línea,
ahora limpia, del horizonte.
Había navegado sin descanso, obsesionado
por perder de vista cualquier atisbo de tierra firme. Aquel
año el curso había sido demasiado intenso e,
incluso, su padre se había excedido en su exigencia
por no desaprovecharlo insistiendo de continuo en la parte
del futuro que estaba en juego.
Por eso, todo el objetivo de aquellas vacaciones era relajarse
distendidamente hasta la saciedad y, así primero, había
que aislarse de todo ruido que sonase a recuerdo de hábito
rutinario. |
A
LA DERIVA |
Para ello cogió
el velero de su padre y salió mar adentro. No dijo
nada, tan solo dos días y volvería, renovado.
Esa noche el mar también dormía y balanceaba
el balandro con su mecer calmo.
Sin embargo, como en otras ocasiones, aquel maldito juego
mental no le dejaba conciliar el sueño. Lo achacó
a la influencia cercana de las obligaciones cotidianas, de
las que aún no había logrado desembarazarse
en su totalidad. Ahora que necesitaba descansar y dormir era
cuando se le planteaban a modo de desafío aquel tipo
de dilemas que le hacían perder el tiempo, pero imposibles
de eliminar a su pesar. El reto en sí era sencillo…
Había dedicado la tarde a practicar nudos en cubierta,
mientras las velas se dejaban llevar por una brisa suave y
generosa. Practicó los nudos marineros que ya conocía,
se ató un brazo, las piernas, utilizó también
las cornamusas y, a la vez, aprovechó para intentar
aprender algún otro nudo nuevo. Y ahora, en vez de
descansar, aquella pesadilla sin fin le debatía en
si un hombre atado por el tobillo a un cabo que arrastraba
un velero, empujado por el viento, tenía posibilidad
de salvación. Para él no había problema
pues, incorporándose para agarrase el pie y alcanzar
el cabo, solo había que jalar la cuerda con uno y otro
brazo hasta subir a cubierta. Sin embargo, otra voz en su
cabeza le intranquilizaba con la posibilidad de que la creciente
velocidad del velero, impulsado por fuentes vientos, resultaba
proporcionalmente superior al esfuerzo necesario del hombre,
no para alcanzar su pie y el cabo, sino incluso para poder
incorporarse. Ante tal impetuoso avance el hombre, incapaz
de reaccionar y moverse, vería cómo el cielo
desaparecía bajo el mar, hundiéndose entre bocanadas
de agua.
En la mañana del día siguiente el helicóptero,
desde arriba, logró atisbar el velero y dio parte a
Comandancia Marítima. Por fin, la lancha guardacostas
encaminó su rumbo al barco desaparecido durante dos
días. Ya antes, su padre había avisado, preocupado
por la tardanza. Al llegar a la amura de babor, los guardacostas
encontraron un cabo atado a bordo del que pendía el
cuerpo del joven, por un tobillo, semihundido y ahogado en
el mar. Es una peligrosa maniobra, parecieron decirse con
su mirada mientras rescataban el cadáver del agua.
Un cambio imprevisto del viento puede jugar una mala pasada,
lo saben todos los marinos. Una trasluchada de popa golpea
al tripulante, desprevenido, que pierde el equilibrio y cae
al agua, quedando así a merced del oleaje mientras
su barco sigue alejándose… Pero, ¿por
qué llevaba atado su tobillo aquel muchacho…?
El mar silencioso callaba sus olas entre los reflejos luminosos
del sol que nacía. Como si el viento anduviera escondido
ni siquiera había brisa y las velas flameaban al sol,
quietas.
|