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Hace ya mucho que la gente dejó de interesarme. No es que viva solo, no es que viva aislado, apartado del mundanal ruido y sus afanes. No. Es simplemente que me muevo entre mis congéneres como si éstos no existieran. Mejor aún: para mí realmente ya no existen. Aun cuando los pueda tener aquí al alcance de la mano, no los tomo en cuenta para nada. Ni para lo bueno ni para lo malo... Nunca.
Esta actitud mía, que puede parecer exagerada, penosa y triste, incluso francamente dramática (sobre todo si se toman en cuenta los vínculos tan profundos que me ligaron a ellos, vínculos que en mi ingenuidad y candor yo llegué a creer indisolubles, eternos…), no lo es en absoluto. Todo lo contrario. Esto era justamente lo que yo debía hacer: mi decisión de romper con todos aquí ha sido decisiva para mi salud mental y espiritual y para mi crecimiento y desarrollo personales. Ya se sabe: más vale estar solos que mal acompañados…

EL SOLITARIO


Por fortuna, idéntico comportamiento tienen todos ellos con respecto a mí. Sí. Nadie aquí repara en mi persona ni me dedica la menor atención, sean cuales sean las circunstancias. Ni siquiera en días tan señalados como el de mi Natalicio o el de mi Santo aparece un despistado que se tome unos segundos de su tiempo para dirigirme unas palabras o prestar alguna atención a las mías. Simplemente yo no cuento para nadie aquí. Es en verdad como si me hubiera muerto. O peor aún: como si jamás hubiera existido…

Tanto es así que hoy, día en que se celebra nuestra gloriosa Independencia Nacional, una extraña nostalgia (una lamentable debilidad senil, sin duda) me llevó a la céntrica plaza capitalina en la que tradicionalmente tienen lugar los actos conmemorativos del magno acontecimiento, y durante un buen tiempo me moví entre el gentío allí congregado sin que, como era de esperar, nadie reparase en mi persona, nadie me saludara ni me llamara por mi nombre, nadie mostrase siquiera la menor curiosidad o asombro por mi figura, notoriamente de otro ámbito y de otro tiempo...
¡Nadie! Y esto a pesar de que en medio de la vasta plaza se yergue imponente, vaciada en bronce, una estatua de cuerpo entero mía, con mi nombre en grandes letras áureas rutilando en una enorme tarja atornillada al pedestal; esto a pesar de que la nutrida masa de enfervorizados compatriotas, apelotonados en el espacio de la plaza, sacudía con alborozado e infantil entusiasmo banderitas nacionales, pancartas y afiches con mi imagen (en full color, que es como se dice ahora), al tiempo que desde la alta tarima, erigida allí para la solemne ocasión, las legítimas autoridades civiles y militares de la Nación pronunciaban en turnos rigurosos interminables discursos en los que a cada tanto asomaba, precedido por desgastados epítetos, sepultado bajo la floración inverosímil de la huera retórica patriotera y nacionalista al uso, mi insigne nombre …
Me rescató del dolor y las nauseas, de la tribulación y la rabia que me dominaron por completo una dulce y tierna niña que llamándome “abuelito” me tendió su pequeña mano sonrosada hasta tomar la muy ajada mía… Fugaz instante de humano contacto, pues de inmediato oí la voz imperativa de la madre que conminaba a la inocente y aún no contaminada criatura a volver a su lado: en cuanto ésta lo hizo retorné presto a mi cubil, decidido a no ceder ya nunca más en lo sucesivo a las inadmisibles debilidades seniles que ocasionalmente puedan asaltarme y venir a jugarme otra mala pasada…
Relatos y poemas de Carlos Enrique Cabrera
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Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras