Manejando al volante de mi deportivo rojo de dos plazas me
percaté de que la tarde se tornaba plomiza, así
que levanté el capó del auto, pero, tanto disfrutaba
de la Madre Naturaleza, que me gustaba internarme en ella
y más en éstas fechas navideñas cuando
la nostalgia me invadía evocando a mi padre, quien
al llegar las celebraciones navideñas hacía
ya algunos ayeres, se había adelantado en el inexorable
camino que a todos nos espera; por lo cual disminuí
la velocidad y aparqué mi automóvil.
Todo lo que veía, sentía, escuchaba y olía
en ese ambiente, me hacía recordar al padre que tanto
amé en vida; caminar por la hojarasca y escucharla
crujir bajo mis pies colmaban mis añoranzas; ese
trinar de las aves anunciando el fin del estío mientras
no dejaban de cantar, haciendo piruetas entre las ramas
secas que guindaban de los majestuosos árboles, motivaban
los recuerdos de una muy feliz infancia.
Luego de vagar un rato que no supe cuánto fue, me
vi avanzar por una angosta vereda abstraída en mis
pensamientos en medio de aquel bosque donde sentía
una gran paz recordando a mi progenitor; inesperadamente,
el viento comenzó a soplar y a dejar oír su
temible silbido trayendo junto con él una onda gélida
que me hizo pensar en la muerte.
Tiritando de frío, me dirigí hacia una vieja
cabaña que divisé a lo lejos y, al estar frente
a la puerta, me atreví tocar preguntando con cierto
temor:
--¿Hay alguien ahí? --.
Al no recibir respuesta, di vuelta a la cabaña para
asomarme por entre la rendija que formaban las cortinas
de una ventana trasera, pero, lo que vi, parecía
una choza lúgubre y abandonada, así que regresé
por el frente de la misma y, me dispuse a tocar de nuevo,
cuando de pronto escuché la voz cavernosa de una
anciana invitándome a entrar:
--¡Adelante… puede pasar… la puerta está
abierta! --, dijo alto para que yo la pudiera escuchar;
su voz de tono profundo, me hizo recordar los cuentos de
brujas y gnomos que leía de pequeña,
¿Qué tal si ésta mujer fuera una hechicera?,
mi mente inquieta y fantasiosa se cuestionó, y también
me sugirió:
“Tal vez la cabaña esté embrujada y
ésta señora me convierta en sapo… o
quizá en alguna extraña alimaña…
o en alguna de las aves del bosque”.
Me detuve un momento arrepentida de mi osadía por
haber llamado a la puerta, pero:
“¡Bueno ya estoy aquí… así
que me armaré de valor y entraré!”,
pensé.
Al hacer mi mano contacto con la pesada hoja de madera
en su intención de abrir, ésta no necesitó
ningún esfuerzo que yo recuerde para abatirse, haciendo
con ello un rechinido largo y espeluznante que me puso los
pelos de punta. Mientras se movía y sé oía
el chirrido de las bisagras, sentí un escalofrío
recorrer mi cuerpo desde la nuca y bajar por la espina dorsal
hasta llegar a la punta de los pies.
--¡Adelante mujer… no temas… entra! …--,
ahora murmuró la anciana, quien oculta de mi vista
detrás de la puerta, se había acercado a recibirme.
No pude evitar pegar tremendo brinco del susto al escuchar
su voz ahora tan cerca de mí; como si se hubiera
desplazado flotando por el aire en unos segundos sin hacer
ruido alguno, lo cual me hizo retroceder espantada.
…--¡Espera!... ¡no te vayas… entra!
…--, exhortó, ahora con voz en tono suave,
e insistió:
--¡Déjame conocerte! ...--, mostrándose
hasta ese momento ante mis ojos.
Era una mujer de esbelta y de diminuta figura, sus ojos
claros se asemejaban al azul del cielo; el brillo que emanaba
de su mirada y su sonrisa armoniosa la hacían ver
especial; su larga y lacia cabellera blanca le llegaba hasta
la cintura; en cada surco de su angelical rostro llevaba
marcado el sufrimiento, aunque al mismo tiempo, una nobleza
que me inspiró confianza, por lo que la saludé
cálidamente aunque un poco asustada todavía:
--Hola dulce anciana… pasaba por aquí, vi
la cabaña, y quise saber quién vivía
en ella… solía merodear por éstos lugares
a menudo, y nunca había visto su cabañuela…
¡es bella y muy pintoresca!…--.
--¡Pero pasa muchacha… no te quedes ahí!…
¡y cambia esa cara que parece como si hubieras visto
un fantasma!…--, dijo la noble mujer de avanzada edad;
apenada le extendí la mano en forma de saludo, y
ella respondió de la misma manera.
--Me llamo Helena…--, le dije dirigiéndome
a ella y sin dejar de ver al mismo tiempo a mi alrededor
con cierto temor pero mayor curiosidad. La anciana de blanca
y larga cabellera, me guío hasta un roído
sillón que se encontraba frente a la gran chimenea.
--Siéntate niña… que vienes entumida
de frío…--, manifestó con voz agradable,
como si fuéramos viejas amigas, para luego a paso
lento, dirigirse a lo que sería su cocina.
Pronto regresó con dos tazas de té las cuales
terminamos en medio de una larga charla.
--Mi nombre es Isadora…--, se presentó, y
siguió:
--Significa regalo de la Luna… tengo muchos años
viviendo alejada de la gran ciudad…--, comentó
en tono melancólico, y siguió asimismo con
su narrativa:
--Hace al menos cinco décadas, me enamoré
de un marinero y… cuando estábamos a punto
de casarnos…--.
Sin poder continuar su historia, sus ojos a través
de los lacrimales comenzaron a mostrar su dolor por aquellos
lejanos recuerdos.
Entre gimoteos pudo platicarme que, el barco de su amado
naufragó, y jamás lo volvió a ver.
Pude darme cuenta de lo mucho que le
afligía recordar a su tan lejano amor; me acerqué
a ella y, tomándola de la mano, la invité
a desahogarse.
Después de escuchar completa su romántica
historia de amor muy parecida a la mía, no pude
evitar que unas lágrimas rodaran por mis mejillas.
Fue tan interesante conocer a Isadora, que terminamos
siendo amigas.
La tarde, caminó escondiendo en el velo luminoso
de la fracción lunar que comenzaba a brillar intensamente,
el verdor de los árboles quienes, cercanos, atisbaban
por las pequeñas ventanas de la bien distribuida
cabaña.
Las estrellas titilaban con más esplendor de lo
usual y, yo, olvidando la pena que me había llevado
a ese lugar, me sumergí en la magia de tan amena
plática, de la vieja cabaña y del bosque
al parecer también encantado, adonde conocí
a mi querida Isadora.
Desde ese momento la sentí tan cercana, tan familiar.
¿Sería porque ambas teníamos algo
muy importante en común?
¡Supimos amar con gran intensidad, a un amor nunca
consumado!
Me quise despedir de ella, quién no permitió
me marchara por temor a que fuera atacada por algún
animal del bosque o:
--¡Peor aún… podrías perderte
en la espesa oscuridad de la montaña!...--, me
advirtió a pesar de que aquella media Luna, dejaba
pasar en buena medida rayos de luz entre los árboles
para iluminar el camino.
Esa noche fui su huésped, su amiga y la única
compañía que tuvo en quién sabe cuántos
años.
Luego de charlar durante horas, ya bien de madrugada,
me acondicionó una cama en el sofá de su
desvencijada sala, retirándose enseguida a su habitación
para a su vez poder descansar tranquila.
Otro día al despertar con los huesos molidos a
causa de los resortes saltados del viejo sillón,
sentí los primeros rayos del Sol quien se coló
por el dintel de la ventana, encandilando mis pupilas.
Luego de estirar mi cuerpo y bostezar, de un salto me
levanté del tibio aposento y me acomodé
una larga bata afelpada que Isadora me había prestado;
después de doblar las cobijas me senté a
la mesa a esperarla un momento para despedirme, y también
poder agradecerle su hospitalidad.
Los minutos pasaron, hasta que me decidí a llamar
a la puerta de su recamara:
--Buen día Isadora…--, saludé, tocando
levemente con los nudillos a la puerta que permaneció
cerrada.
Al no obtener respuesta, me dirigí a la salida;
tal vez había ido por leña para la chimenea;
por mi lado tenía que regresar a casa y, luego
de deambular un rato llamándola por las cercanías
de la cálida y pintoresca cabaña, Isadora
no aparecía por ninguna parte; tal parecía
que se la había tragado un pantano.
Volví a tocar la puerta de su recámara
y a llamarla un poco más fuerte; me senté
en el viejo sofá frente a la chimenea; pasó
algún tiempo más pero, al ver que no salía
ni llegaba, decidí marcharme del lugar.
Al final del día llegaría Nochebuena, y
yo no había comprado todavía nada para la
cena. Salí del monte con un sentimiento de tristeza
por no haber podido despedirme de mi nueva amiga, pero
más preocupada aún.
A unos tres kilómetros en el mirador de la carretera,
había estacionado mi coche al cual me dirigí
desconcertada.
Llegando a casa le marqué a Abigaíl, una
de mis mejores amigas y quedamos en que cenaríamos
juntas, así que me dirigí al supermercado
a comprar lo necesario para la cena.
En ese momento, vino a mi mente una idea:
¡Sí!, le pediré a Abigaíl
ir a pasar la Nochebuena con Isadora, así nosotras
dos tendremos compañía, y ella no estaría
sola.
Después de llamarla y ella aceptar gustosa, me
dispuse a preparar la suculenta cena.
--¡Que sorpresa se llevará mi nueva amiga!
…--, ufana manifesté susurrando para mí
con emoción pensando en la dulce Isadora, al tiempo
que caminaba por los pasillos repletos de mercancías
empujando el carrito ya casi lleno.
¿Cómo era posible que una persona como
ella pudiera vivir tantos años sola y alejada del
mundo?
La ansiedad hacía presa de mí por momentos
mientras esperaba en la larga cola para pagar, hasta que
al fin superé el trámite obligatorio; ya
al volante, encendí la radio en donde estaban iniciando
“Violín Sonata No. 6”, la tan bella
melodía de Noccolo Paganini; escucharla en esos
momentos cuando me sentía tan desvalida pensando
en la vida de Isadora, en su amor perdido y la soledad
en la que había vivido gracias a ello, hizo que
mis pupilas se nublaran de lágrimas que pugnaban
resbalar por mis mejillas, mientras conducía de
regreso a casa; entonces, recordé una poesía
que había leído por ahí, la cual
recité sin lograr comprender la vida.
“¿Para qué amar tanto si de pronto
un día,
termina todo como termina la alborada?
¡Plantar resquicios solamente de caricias,
y seguir viviendo por siempre de remembranzas!”.
--¡Pobre Isadora… pobre de mí!...-,
musité con los ojos bañados en llanto.