Así
que nos subimos a su coche y enfilamos por la avenida Reconquista
arriba. Al pasar por la puerta de Bisagra me preguntó
si sabía quién la construyó:
—Sí señor, aunque es de origen musulmán
fue reconstruida por Alonso de Covarrubias en el siglo XVI,
durante el reinado del emperador Carlos V, como principal
entrada de la ciudad y es de estilo renacentista.
—Veo que tienes muy bien preparado tu papel de guía.
—Sí, y no crea que no me cuesta, aunque encuentro
más dificultad con el inglés. Pero, hasta que
vaya a la universidad, es lo que toca y así podré
ganarme unas pesetas.
Seguía manteniendo oculto lo del dinero y todo lo que
encontramos en la caja metálica, pues así me
lo recordaba mi madre constantemente.
—Si quieres puedo hablar con el capitán Esteras
para ver si su esposa te puede ayudar con el inglés,
pues ella era profesora en un instituto de Córdoba
y, si no recuerdo mal, también trabajó de guía
por la zona de la Mezquita.
—Si a usted no le parece mal, a mí me parece
una buena idea. ¡Claro, habrá que ver cuánto
me cobra!
—Eso, déjalo de mi cuenta.
—Sí señor, así lo haré,
sabe que confío en usted y en su esposa, para mí
son como mis padres.
—Te conocemos casi desde que naciste, para nosotros
también eres alguien especial. Pero dejémonos
de sentimentalismos, no nos vayamos a poner a llorar y, cuéntame:
¿es firme tu decisión de hacer Filosofía?
—Sí, hay cosas de la existencia del hombre y
su relación con Dios que no acabo de entender.
—¿Y crees que estudiando esa mariconada entenderás
algo? Escucha Doménico, no te atormentes más
por lo de tu padre. Respecto a la grandeza o no de Dios, todo
está envuelto en la fe, sin ella no te será
fácil comprender nada; la ciencia, la filosofía,
llega hasta donde llega, después interviene Dios.
—No lo sé, pero he de buscar en algo más
que en la fe, el entendimiento del ser humano y su relación
con el Todopoderoso.
Ambos guardamos silencio y supongo que, al igual que yo, él
también se refugió en sus pensamientos.
……………………………………
—Y,
¿qué fue de la chica?, esto, disculpe…
¿Cómo me dijo que se llamaba?
—Sonia.
—Sí, Sonia. Es cierto, gracias.
—No recuerdo ni sé quién la llevo a
su casa. Pero no era esa mi preocupación, ni el eje
de mis pensamientos.
—¿No?
—No, ¿acaso no me escucha?, ¿no se da
cuenta de lo que le digo?; aquél hombre, por culpa
del alcohol, pudo haberme quitado la vida. Quizás
ya lo hubiera hecho con otro, pues fue rápido sacando
la navaja, está claro que no era la primera vez.
No me sería fácil olvidar su imagen, sus ojos
rojos como los del demonio, inyectados en sangre, infundían
miedo. De nada me sirvió mi estatura y mi fuerza.
Es cierto que nunca tuve pelea alguna a lo más empujones.
Los chicos veían mi fortaleza y rehuían enfrentarse
conmigo.
—Digamos entonces que tuvo suerte o que la vida ese
día le concedió una nueva oportunidad.
—Sí, digámoslo de esa forma.
—¿Café?
—¿Cómo?
—¿Le pregunto si quiere tomar un café?
—Sí, por favor, con leche. Gracias.
—….
El tintineo de una campanilla trajo a su despacho a un hombre
con andares toscos y mirada perdida. Gentil, pero con torpeza,
nos sirvió el café.
—Bien, ¿me decía?
……………………………………….
Un fuerte frenazo me devolvió a la realidad, enseguida
descubrí adonde nos dirigíamos; subiendo la
cuesta que va al castillo de San Servando, al final, solo
se podía ir a un sitio, a la Academia Militar.
Al comandante le quedaba poco para jubilarse. Un soldado
se dirigió al coche y al ver quién era se
puso en posición de firmes y nos hizo el saludo militar.
Una vez dentro, me llevó al bar de oficiales, él
se pidió un carajillo y yo un refresco. Me presentó
como Doménico diciendo:
—Ya sabéis que no tengo hijos, Dios lo ha querido
así. Pues bien, el Señor ha querido que sea
Doménico el que ocupe ese lugar, lo quiero como si
fuera ese hijo que nunca tuve. Os aseguro que es muy cristiano
y noble y algún día llegará a ser coronel
de la Academia.
—Brindemos por ello mi comandante, dijo un capitán,
al cual ya conocía de sus visitas y paseos con el
señor Figueroa. Agregando a continuación:
—¿Qué le parece, mi comandante, si le
enseñamos la Academia para que se vaya familiarizando?
—Pues por mí estupendo, Esteras, y de paso
tratamos sobre un favorcillo que me tienes que hacer.
—Sabe usted mi comandante que me tiene a su disposición.
Un sargento entro en el bar y se hizo cargo de la tarea
encomendada por el capitán Esteras. Así que
me fui con él y comenzamos una visita guiada, llena
de saludos militares. Me divertí mucho pues era un
gaditano con mucha gracia. Me llamaba pajarito. Pajarito,
aquí hacemos esto, pajarito, aquí hacemos
lo otro y lo decía de tal forma que no me ofendía,
aún así le pregunté:
—Sargento, me llamo Doménico, ¿por qué
me llama Pajarito?
—¡Pisha!, porque debes ser hijo de un pájaro
muy grande para hacer una visita, solo y sin uniforme.
—¡Ja, ja, ja!, no, no soy hijo de…, bueno,
dejémoslo.
—¿No te habrás enfadado, verdad?
—No sargento, esté tranquilo y quedo muy agradecido
por su amabilidad.
Una vez terminada “la visita” me llevó
de nuevo al bar de oficiales entregándome al comandante,
eso sí, con un fuerte taconazo y un saludo de esos
que solo había visto en el cine. El aspecto del sargento
había cambiado, ya no se presentaba tan alegre y
dicharachero, al contrario, daba la impresión de
ser un tipo duro.
De vuelta a casa, el señor Figueroa inició
la conversación con una apología mesurada
pero llena de entusiasmo sobre el Ejército y la vida
castrense. Su idea era que me fuera a la Academia de Zaragoza
e hiciera carrera militar, y él trataría de
facilitarme la entrada. Cuando terminó su discurso,
me preguntó:
—Y bien Doménico, ¿cuál es tu
opinión?
No sabía encontrar las palabras adecuadas para no
ofender a la persona que tanto había hecho por mí;
lo quería de verdad, a él y a su esposa, pero
yo odiaba todo aquello que me recordara a mi padre y estaba
claro que los uniformes militares lo hacían. No ingresaría
en el Ejército.
—Usted sabe el respeto y el amor que le tengo, pero
no puedo aceptar la idea de ingresar en el Ejército.
Pensar que puedo ser militar y comportarme como lo hizo
mi padre en su día, me pone enfermo. Lo siento señor
Figueroa, pero no seré militar.
Lejos de enfadarse se mostró generoso y con una gran
sonrisa, que hacía que el bigote negro y estrecho
le diera un tono solemne, me dijo:
—Si hubiera sido padre, hubiera querido lo mejor para
mi hijo y creyendo que lo mejor es dar la vida a la Patria,
habría tratado de convencerle y le habría
aconsejado lo mismo que a ti. Pero ya soy mayor y la grave
enfermedad de mi mujer me hace ver las cosas de otra forma.
Son muchas las horas que paso con ella, sin hablar con nadie
y eso me hace pensar si todo lo que hemos hecho está
del todo bien. Creo que debes hacer lo que más felicidad
creas que te reportará.
—Gracias, mi comandante, le dije sonriendo. Sonó
una fuerte carcajada a la cual yo también me uní.
Aquello me unió aun más al comandante. Fue
una persona buena y muy humana, nunca lo olvidaré.
Cuando dejamos de reír me dijo:
—Por cierto, Doménico, sabes que el capitán
Esteras ha tenido a bien la idea de que su mujer te enseñe
inglés. Ya te diré cuando comenzaréis
las clases. Su nombre es Julia y es una joven muy guapa.
—Gracias señor Figueroa y ¿cuánto
me cobrará?
—¡Ah! No te preocupes, de eso ya me encargo
yo.
—Muchas gracias.
Respecto de la chica de Madrid, Sonia, nos estuvimos escribiendo,
yo lo hacía casi todos los días. Estábamos
muy ilusionados con que llegara octubre y poder vernos en
Madrid. Me decía que no había conocido a ningún
chico como yo y que lo que hice en defensa de aquella señora
era de valientes y por eso me quería más y
que nunca me dejaría.
Avanzaba el verano y yo continuaba con mi trabajo y mis
clases de inglés en casa del capitán Esteras.
Era efectivamente, su mujer Julia, muy guapa, tendría
unos treinta años y era de Córdoba. Sus ojos
eran grandes y del color de la miel; su pelo, hasta la cintura
le llegaba, y era de color negro azabache. Tenía
la cara casi redonda y la piel se adivinaba suave y de color
moreno. Con todo, lo que más gustaba de ella era
su eterna sonrisa.
Y así llegamos al día de la Virgen de la Ascensión.
Amaneció nublado, señal de que no pegaría
tanto el sol, aunque seguro que la humedad me afectaría.
Recogí a mi grupo en la Puerta Bisagra y entre explicaciones
arquitectónicas e historias de las Leyendas de Toledo
se me fue la mañana. Fue un grupo generoso, pues
me dieron buenas propinas. Es verdad que ese trabajo daba
facilidades para conocer chicas y flirtear, pero estaba
locamente enamorado de Sonia, mi primer amor.
Me despedí de ellos en la puerta de la catedral y
marché a casa a comer; a las cinco tenía otro
grupo. Al pasar por la Plaza de Zocodover, me pareció
ver sentado en una terraza al chico con el que Sonia había
tonteado la noche del infortunio en el kiosco del río.
Sentada frente a él y de espaldas a mí, había
una chica, con el pelo corto y pelirrojo, que por detrás
parecía Sonia. La duda me hizo jugar a detective,
entré al bar por la primera puerta y desde allí
pude observar sin ser visto.
………………………………
—A
veces es mejor que las cosas te las den resueltas a comprobarlas
tú mismo; le aseguro que es una verdadera tragedia
adelantarte a los acontecimientos. No quiero con ello culpar
ahora a esa chica de lo que pasó.
—Sí, es mejor que no lo haga. Dios escribe
recto con renglones torcidos, somos nosotros los que elegimos.
Usted, por lo que le oigo, eligió el camino del dolor
y del odio a todo el mundo ¿Quién era la chica?
……………………………
Era Sonia, estaba radiante, unas grandes gafas de sol impedían
ver sus ojos. Se reían, miré sus manos y en
ella tenía una carta; en la mesa había un
sobre. Era un sobre especial, con corazones pintados. Se
lo envié yo, por lo que supuse que la carta era mía,
nuestra y se la estaba leyendo a un desconocido. Se tomaron
de la mano y él le hizo una caricia en la cara.
Me quedé completamente abatido, salí del bar
con la rabia contenida y los ojos anegados de lágrimas.
Encaminé mis pasos hacia ninguna parte, quise buscar
refugio en la soledad a tanto dolor.
Llegué a casa, tuve suerte de que no había
nadie. En una nota, mi madre decía haber ido a visitar
a la señora Socorro, pues estaba muy enferma. Apenas
pude probar bocado. Me eché un poco. De nuevo mi
mundo se caía. Me di una ducha y marché para
la catedral, tenía otro grupo de visita. Decidí
cambiar el itinerario, aunque fuera más largo, y
así evitar pasar por la Plaza de Zocodover.
Pasé una tarde horrible, para nada acertado. Los
guiris me miraban asombrados, probablemente por la cantidad
de tonterías que debí decir y el poco ánimo
que transmitían para convencer de lo que contaba.
Lo noté en las propinas o mejor en la escasez de
estas.
Serían las ocho y media cuando dejé el grupo,
sin darme cuenta y aún absorto en mis pensamientos,
orienté mi destino hacia el Callejón de los
Muertos. Por primera vez en cuatro años había
vuelto. No así mi madre que, según me contaba,
había ido en alguna ocasión.
Instintivamente llamé, pero no había nadie.
Desee tener las llaves y encerrarme allí. Quería
estar solo. Seguí deambulando por la zona. Nada me
era familiar, parecía que estaba en otra ciudad.
Un bar me encontré y pedí un cubata, me lo
bebí de un trago. El camarero se dio cuenta y me
comentó,
—Mucha sed, ¡eh, chaval! ¿Te pongo otro?
—Sí, por favor. Gracias— le dije cuando
me lo sirvió.
Sería media noche, cuando vi pasar a alguien muy
conocido para mí. No llegó a entrar pues el
camarero le dijo que allí no tenía nada que
hacer. Balbuceando, al darse la vuelta, le dijo algo parecido
a ¡hijo de puta!
—¿Qué has dicho? Me cago en tu puta
madre —respondió con mucha agresividad el camarero.
Otro cliente le dijo al camarero:
—Olvídalo Pepe, ese es un perdido y se ha ido.
Los pocos que había en el bar coincidieron con el
comentario y él se retuvo, tiró la bayeta
contra la barra con tanta fuerza que estuvo unos momentos
pegada en un lateral. Pagué y me marché.
Una vez fuera, no me lo podía creer, el borracho
era el mismo que un mes antes me había sacado una
navaja. Hay días que mejor uno no debería
levantarse, pensé. O, quizás fuese una señal
para cobrar mi juramento. Sea lo que fuere, eché
a andar tras él hasta que lo vi, bajaba por la calle
Miguel de Cervantes, iba dando tumbos. Al oír mis
pasos se paró y giró con rapidez,
—¿Tienes fuego? —acerté a oír.
—No señor, no fumo, —afirmé.
No me reconoció y eso me daba ventaja, mi plan ya
estaba en marcha, solo faltaba encontrar el momento. Las
calles estaban vacías, así que le dije,
—¿Sabe dónde se puede tomar algo?
—Más allá, hacia la muralla, en el paseo
del antiguo cementerio hay un bar de putas. Si me pagas
una copa te llevo.
—Por supuesto que le invito.
No le di tiempo a nada, al pasar por la parte alta del barranco,
en el mirador de la cuesta de los Doce Cantos, por donde
Turriano elevó su artificio para transportar agua
desde el Tajo al Alcázar, lo cogí de la parte
de atrás del pantalón con una mano y con la
otra por el cuello de la camisa y con toda mi fuerza lo
levanté y lo lancé al vacío. Nadie
me vio, así que me fui para mi casa con la sensación
del trabajo bien hecho.
Cené tranquilo. Besé a mi madre y antes de
que me preguntara por la hora le conté que me había
entretenido con otros guías.
—Debes usar gafas de sol — me dijo—; traes
los ojos muy rojos.
—Me compraré unas, tienes razón como
siempre, mamá.
Intenté dormir pero no pude, fue todo tan violento,
lo de Sonia y lo de ese hombre. Estaba convencido de haber
hecho justicia, ya no volvería a maltratar a ninguna
mujer. La viuda le echaría en falta, su hijo crecería
sin padre, feliz, al no ver cómo pegaba a su madre
y quizás también a él. Con el tiempo
ambos darían gracias a Dios por habérselo
llevado.
No había en mí ningún signo de arrepentimiento
por haberlo ajusticiado a mi manera. Pensé que Dios
me había nombrado su brazo ejecutor. La justicia
humana no entraba en los malos tratos, las leyes protegían
al hombre más que a la mujer.
……………………………………
—Como
le dije eran tiempos difíciles, así que había
que buscar soluciones por otros derroteros; si con algo
no estaba conforme fue con haberlo ejecutado sin haberle
dicho por qué. Creo que es inhumano eliminar a alguien
sin decirle la causa de su crimen.
—Mata a un inocente, a un enfermo y lo único
que le preocupa es no haberle dicho el porqué ¿Es
eso lo que únicamente le provocaba malestar?
—Sí, solo eso. Usted no se entera de nada.
— ¿¿¿…….???
—Oiga, ¿por qué me mira así?
—Cálmese, ¿quiere? ¡Dios bendito!,
continúe.
……………………………………
Días después leí la noticia en El
Caso, un periódico dedicado a cubrir noticias sobre
todo tipo de sucesos, relacionados con muertes raras, desapariciones,
etc. Estaba en la segunda hoja, era una escueta y breve
nota de prensa: “Un
hombre aparece muerto en Toledo, en el fondo de un barranco
junto a la muralla. La policía cree que pudo haberse
caído pues iba totalmente ebrio. La familia…”