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EL LIBRERO DE TOLEDO

CAPÍTULO 3

Mi primer crimen

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado"

Miguel Hernández
Elegía a Ramón Sijé…


Serían las diez de la mañana cuando sonó el timbre. Con puntualidad militar allí estaba el comandante Figueroa Iglesias. No le parecía mal que me dirigiera a él como señor Figueroa y a su esposa como señora Socorro.
—¡Buenos días! Marí Vega.
—¡Buenos días! don Luis.
—¿Qué, se levanto ya el joven Doménico?
Eché la silla a un lado y, como si tuviera un resorte en ella, de un salto me puse en la puerta.
—Sí, señor y esperándole estoy, pues mi madre me advirtió de su llegada y expectante ando en ver cuál es esa sorpresa que me quiere dar.
El comandante sonrió y me hizo un gesto de que le acompañara. No tenía escolta y cuando se la proponían siempre decía que peces más gordos que él había en la compañía.
Así que nos subimos a su coche y enfilamos por la avenida Reconquista arriba. Al pasar por la puerta de Bisagra me preguntó si sabía quién la construyó:
—Sí señor, aunque es de origen musulmán fue reconstruida por Alonso de Covarrubias en el siglo XVI, durante el reinado del emperador Carlos V, como principal entrada de la ciudad y es de estilo renacentista.
—Veo que tienes muy bien preparado tu papel de guía.
—Sí, y no crea que no me cuesta, aunque encuentro más dificultad con el inglés. Pero, hasta que vaya a la universidad, es lo que toca y así podré ganarme unas pesetas.
Seguía manteniendo oculto lo del dinero y todo lo que encontramos en la caja metálica, pues así me lo recordaba mi madre constantemente.
—Si quieres puedo hablar con el capitán Esteras para ver si su esposa te puede ayudar con el inglés, pues ella era profesora en un instituto de Córdoba y, si no recuerdo mal, también trabajó de guía por la zona de la Mezquita.
—Si a usted no le parece mal, a mí me parece una buena idea. ¡Claro, habrá que ver cuánto me cobra!
—Eso, déjalo de mi cuenta.
—Sí señor, así lo haré, sabe que confío en usted y en su esposa, para mí son como mis padres.
—Te conocemos casi desde que naciste, para nosotros también eres alguien especial. Pero dejémonos de sentimentalismos, no nos vayamos a poner a llorar y, cuéntame: ¿es firme tu decisión de hacer Filosofía?
—Sí, hay cosas de la existencia del hombre y su relación con Dios que no acabo de entender.
—¿Y crees que estudiando esa mariconada entenderás algo? Escucha Doménico, no te atormentes más por lo de tu padre. Respecto a la grandeza o no de Dios, todo está envuelto en la fe, sin ella no te será fácil comprender nada; la ciencia, la filosofía, llega hasta donde llega, después interviene Dios.
—No lo sé, pero he de buscar en algo más que en la fe, el entendimiento del ser humano y su relación con el Todopoderoso.
Ambos guardamos silencio y supongo que, al igual que yo, él también se refugió en sus pensamientos.

……………………………………
—Y, ¿qué fue de la chica?, esto, disculpe… ¿Cómo me dijo que se llamaba?
—Sonia.
—Sí, Sonia. Es cierto, gracias.
—No recuerdo ni sé quién la llevo a su casa. Pero no era esa mi preocupación, ni el eje de mis pensamientos.
—¿No?
—No, ¿acaso no me escucha?, ¿no se da cuenta de lo que le digo?; aquél hombre, por culpa del alcohol, pudo haberme quitado la vida. Quizás ya lo hubiera hecho con otro, pues fue rápido sacando la navaja, está claro que no era la primera vez. No me sería fácil olvidar su imagen, sus ojos rojos como los del demonio, inyectados en sangre, infundían miedo. De nada me sirvió mi estatura y mi fuerza. Es cierto que nunca tuve pelea alguna a lo más empujones. Los chicos veían mi fortaleza y rehuían enfrentarse conmigo.
—Digamos entonces que tuvo suerte o que la vida ese día le concedió una nueva oportunidad.
—Sí, digámoslo de esa forma.
—¿Café?
—¿Cómo?
—¿Le pregunto si quiere tomar un café?
—Sí, por favor, con leche. Gracias.
—….
El tintineo de una campanilla trajo a su despacho a un hombre con andares toscos y mirada perdida. Gentil, pero con torpeza, nos sirvió el café.
—Bien, ¿me decía?
……………………………………….

Un fuerte frenazo me devolvió a la realidad, enseguida descubrí adonde nos dirigíamos; subiendo la cuesta que va al castillo de San Servando, al final, solo se podía ir a un sitio, a la Academia Militar.
Al comandante le quedaba poco para jubilarse. Un soldado se dirigió al coche y al ver quién era se puso en posición de firmes y nos hizo el saludo militar. Una vez dentro, me llevó al bar de oficiales, él se pidió un carajillo y yo un refresco. Me presentó como Doménico diciendo:
—Ya sabéis que no tengo hijos, Dios lo ha querido así. Pues bien, el Señor ha querido que sea Doménico el que ocupe ese lugar, lo quiero como si fuera ese hijo que nunca tuve. Os aseguro que es muy cristiano y noble y algún día llegará a ser coronel de la Academia.
—Brindemos por ello mi comandante, dijo un capitán, al cual ya conocía de sus visitas y paseos con el señor Figueroa. Agregando a continuación:
—¿Qué le parece, mi comandante, si le enseñamos la Academia para que se vaya familiarizando?
—Pues por mí estupendo, Esteras, y de paso tratamos sobre un favorcillo que me tienes que hacer.
—Sabe usted mi comandante que me tiene a su disposición.
Un sargento entro en el bar y se hizo cargo de la tarea encomendada por el capitán Esteras. Así que me fui con él y comenzamos una visita guiada, llena de saludos militares. Me divertí mucho pues era un gaditano con mucha gracia. Me llamaba pajarito. Pajarito, aquí hacemos esto, pajarito, aquí hacemos lo otro y lo decía de tal forma que no me ofendía, aún así le pregunté:
—Sargento, me llamo Doménico, ¿por qué me llama Pajarito?
—¡Pisha!, porque debes ser hijo de un pájaro muy grande para hacer una visita, solo y sin uniforme.
—¡Ja, ja, ja!, no, no soy hijo de…, bueno, dejémoslo.
—¿No te habrás enfadado, verdad?
—No sargento, esté tranquilo y quedo muy agradecido por su amabilidad.
Una vez terminada “la visita” me llevó de nuevo al bar de oficiales entregándome al comandante, eso sí, con un fuerte taconazo y un saludo de esos que solo había visto en el cine. El aspecto del sargento había cambiado, ya no se presentaba tan alegre y dicharachero, al contrario, daba la impresión de ser un tipo duro.
De vuelta a casa, el señor Figueroa inició la conversación con una apología mesurada pero llena de entusiasmo sobre el Ejército y la vida castrense. Su idea era que me fuera a la Academia de Zaragoza e hiciera carrera militar, y él trataría de facilitarme la entrada. Cuando terminó su discurso, me preguntó:
—Y bien Doménico, ¿cuál es tu opinión?
No sabía encontrar las palabras adecuadas para no ofender a la persona que tanto había hecho por mí; lo quería de verdad, a él y a su esposa, pero yo odiaba todo aquello que me recordara a mi padre y estaba claro que los uniformes militares lo hacían. No ingresaría en el Ejército.
—Usted sabe el respeto y el amor que le tengo, pero no puedo aceptar la idea de ingresar en el Ejército. Pensar que puedo ser militar y comportarme como lo hizo mi padre en su día, me pone enfermo. Lo siento señor Figueroa, pero no seré militar.
Lejos de enfadarse se mostró generoso y con una gran sonrisa, que hacía que el bigote negro y estrecho le diera un tono solemne, me dijo:
—Si hubiera sido padre, hubiera querido lo mejor para mi hijo y creyendo que lo mejor es dar la vida a la Patria, habría tratado de convencerle y le habría aconsejado lo mismo que a ti. Pero ya soy mayor y la grave enfermedad de mi mujer me hace ver las cosas de otra forma. Son muchas las horas que paso con ella, sin hablar con nadie y eso me hace pensar si todo lo que hemos hecho está del todo bien. Creo que debes hacer lo que más felicidad creas que te reportará.
—Gracias, mi comandante, le dije sonriendo. Sonó una fuerte carcajada a la cual yo también me uní.
Aquello me unió aun más al comandante. Fue una persona buena y muy humana, nunca lo olvidaré.
Cuando dejamos de reír me dijo:
—Por cierto, Doménico, sabes que el capitán Esteras ha tenido a bien la idea de que su mujer te enseñe inglés. Ya te diré cuando comenzaréis las clases. Su nombre es Julia y es una joven muy guapa.
—Gracias señor Figueroa y ¿cuánto me cobrará?
—¡Ah! No te preocupes, de eso ya me encargo yo.
—Muchas gracias.

Respecto de la chica de Madrid, Sonia, nos estuvimos escribiendo, yo lo hacía casi todos los días. Estábamos muy ilusionados con que llegara octubre y poder vernos en Madrid. Me decía que no había conocido a ningún chico como yo y que lo que hice en defensa de aquella señora era de valientes y por eso me quería más y que nunca me dejaría.
Avanzaba el verano y yo continuaba con mi trabajo y mis clases de inglés en casa del capitán Esteras. Era efectivamente, su mujer Julia, muy guapa, tendría unos treinta años y era de Córdoba. Sus ojos eran grandes y del color de la miel; su pelo, hasta la cintura le llegaba, y era de color negro azabache. Tenía la cara casi redonda y la piel se adivinaba suave y de color moreno. Con todo, lo que más gustaba de ella era su eterna sonrisa.
Y así llegamos al día de la Virgen de la Ascensión. Amaneció nublado, señal de que no pegaría tanto el sol, aunque seguro que la humedad me afectaría.
Recogí a mi grupo en la Puerta Bisagra y entre explicaciones arquitectónicas e historias de las Leyendas de Toledo se me fue la mañana. Fue un grupo generoso, pues me dieron buenas propinas. Es verdad que ese trabajo daba facilidades para conocer chicas y flirtear, pero estaba locamente enamorado de Sonia, mi primer amor.
Me despedí de ellos en la puerta de la catedral y marché a casa a comer; a las cinco tenía otro grupo. Al pasar por la Plaza de Zocodover, me pareció ver sentado en una terraza al chico con el que Sonia había tonteado la noche del infortunio en el kiosco del río. Sentada frente a él y de espaldas a mí, había una chica, con el pelo corto y pelirrojo, que por detrás parecía Sonia. La duda me hizo jugar a detective, entré al bar por la primera puerta y desde allí pude observar sin ser visto.

………………………………
—A veces es mejor que las cosas te las den resueltas a comprobarlas tú mismo; le aseguro que es una verdadera tragedia adelantarte a los acontecimientos. No quiero con ello culpar ahora a esa chica de lo que pasó.
—Sí, es mejor que no lo haga. Dios escribe recto con renglones torcidos, somos nosotros los que elegimos. Usted, por lo que le oigo, eligió el camino del dolor y del odio a todo el mundo ¿Quién era la chica?
……………………………

Era Sonia, estaba radiante, unas grandes gafas de sol impedían ver sus ojos. Se reían, miré sus manos y en ella tenía una carta; en la mesa había un sobre. Era un sobre especial, con corazones pintados. Se lo envié yo, por lo que supuse que la carta era mía, nuestra y se la estaba leyendo a un desconocido. Se tomaron de la mano y él le hizo una caricia en la cara.
Me quedé completamente abatido, salí del bar con la rabia contenida y los ojos anegados de lágrimas. Encaminé mis pasos hacia ninguna parte, quise buscar refugio en la soledad a tanto dolor.
Llegué a casa, tuve suerte de que no había nadie. En una nota, mi madre decía haber ido a visitar a la señora Socorro, pues estaba muy enferma. Apenas pude probar bocado. Me eché un poco. De nuevo mi mundo se caía. Me di una ducha y marché para la catedral, tenía otro grupo de visita. Decidí cambiar el itinerario, aunque fuera más largo, y así evitar pasar por la Plaza de Zocodover.
Pasé una tarde horrible, para nada acertado. Los guiris me miraban asombrados, probablemente por la cantidad de tonterías que debí decir y el poco ánimo que transmitían para convencer de lo que contaba. Lo noté en las propinas o mejor en la escasez de estas.
Serían las ocho y media cuando dejé el grupo, sin darme cuenta y aún absorto en mis pensamientos, orienté mi destino hacia el Callejón de los Muertos. Por primera vez en cuatro años había vuelto. No así mi madre que, según me contaba, había ido en alguna ocasión.
Instintivamente llamé, pero no había nadie. Desee tener las llaves y encerrarme allí. Quería estar solo. Seguí deambulando por la zona. Nada me era familiar, parecía que estaba en otra ciudad. Un bar me encontré y pedí un cubata, me lo bebí de un trago. El camarero se dio cuenta y me comentó,
—Mucha sed, ¡eh, chaval! ¿Te pongo otro?
—Sí, por favor. Gracias— le dije cuando me lo sirvió.
Sería media noche, cuando vi pasar a alguien muy conocido para mí. No llegó a entrar pues el camarero le dijo que allí no tenía nada que hacer. Balbuceando, al darse la vuelta, le dijo algo parecido a ¡hijo de puta!
—¿Qué has dicho? Me cago en tu puta madre —respondió con mucha agresividad el camarero. Otro cliente le dijo al camarero:
—Olvídalo Pepe, ese es un perdido y se ha ido.
Los pocos que había en el bar coincidieron con el comentario y él se retuvo, tiró la bayeta contra la barra con tanta fuerza que estuvo unos momentos pegada en un lateral. Pagué y me marché.
Una vez fuera, no me lo podía creer, el borracho era el mismo que un mes antes me había sacado una navaja. Hay días que mejor uno no debería levantarse, pensé. O, quizás fuese una señal para cobrar mi juramento. Sea lo que fuere, eché a andar tras él hasta que lo vi, bajaba por la calle Miguel de Cervantes, iba dando tumbos. Al oír mis pasos se paró y giró con rapidez,
—¿Tienes fuego? —acerté a oír.
—No señor, no fumo, —afirmé.
No me reconoció y eso me daba ventaja, mi plan ya estaba en marcha, solo faltaba encontrar el momento. Las calles estaban vacías, así que le dije,
—¿Sabe dónde se puede tomar algo?
—Más allá, hacia la muralla, en el paseo del antiguo cementerio hay un bar de putas. Si me pagas una copa te llevo.
—Por supuesto que le invito.
No le di tiempo a nada, al pasar por la parte alta del barranco, en el mirador de la cuesta de los Doce Cantos, por donde Turriano elevó su artificio para transportar agua desde el Tajo al Alcázar, lo cogí de la parte de atrás del pantalón con una mano y con la otra por el cuello de la camisa y con toda mi fuerza lo levanté y lo lancé al vacío. Nadie me vio, así que me fui para mi casa con la sensación del trabajo bien hecho.
Cené tranquilo. Besé a mi madre y antes de que me preguntara por la hora le conté que me había entretenido con otros guías.
—Debes usar gafas de sol — me dijo—; traes los ojos muy rojos.
—Me compraré unas, tienes razón como siempre, mamá.
Intenté dormir pero no pude, fue todo tan violento, lo de Sonia y lo de ese hombre. Estaba convencido de haber hecho justicia, ya no volvería a maltratar a ninguna mujer. La viuda le echaría en falta, su hijo crecería sin padre, feliz, al no ver cómo pegaba a su madre y quizás también a él. Con el tiempo ambos darían gracias a Dios por habérselo llevado.
No había en mí ningún signo de arrepentimiento por haberlo ajusticiado a mi manera. Pensé que Dios me había nombrado su brazo ejecutor. La justicia humana no entraba en los malos tratos, las leyes protegían al hombre más que a la mujer.

……………………………………
—Como le dije eran tiempos difíciles, así que había que buscar soluciones por otros derroteros; si con algo no estaba conforme fue con haberlo ejecutado sin haberle dicho por qué. Creo que es inhumano eliminar a alguien sin decirle la causa de su crimen.
—Mata a un inocente, a un enfermo y lo único que le preocupa es no haberle dicho el porqué ¿Es eso lo que únicamente le provocaba malestar?
—Sí, solo eso. Usted no se entera de nada.
— ¿¿¿…….???
—Oiga, ¿por qué me mira así?
—Cálmese, ¿quiere? ¡Dios bendito!, continúe.
……………………………………

Días después leí la noticia en El Caso, un periódico dedicado a cubrir noticias sobre todo tipo de sucesos, relacionados con muertes raras, desapariciones, etc. Estaba en la segunda hoja, era una escueta y breve nota de prensa: “Un hombre aparece muerto en Toledo, en el fondo de un barranco junto a la muralla. La policía cree que pudo haberse caído pues iba totalmente ebrio. La familia…


Capítulo 4: Julia


Novela de © Manuel Peiteado. Fragmentos seleccionados de la trilogía "El librero de Toledo" para los lectores de la revista mis Repoelas.

(Toda la obra se encuentra protegida por los Derechos de Autor)



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras