
MARQUITOS
(Fragmento de Circo Zoocial)
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Como
una grotesca imitación del rapto de las sabinas,
Marquitos perpetró el secuestro con una sonrisa de
triunfo dibujada en su rostro.
En todo momento se mostró calmo y seguro de su accionar,
como si una energía oculta lo guiara, una suerte
de estrella de Belén que lo acarreaba hacia el pesebre
de la lascivia y la crueldad.
¡Cuán compradora es la bondad del discapacitado
que detrás de su maltrecho cuerpo esconde un alma
vengativa! ¡Qué arcanos aviesos pueden germinar
en la tierra baldía de un cerebro anómalo!
La mirada de odio puede emerger a través de ojos
mongoloides; el vocablo destrucción no necesita escuchar,
y la risa maldita puede resonar desde una silla de ruedas.
¿Quién podría detener a un ejército
de abortos de Dios que un día decidiera izar su bandera
y clamar la igualdad que estúpidamente afirman las
religiones? ¿Igualdad con quién, necios mercaderes
de esperanzas?.
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Marquitos era una suerte de paladín de los discapacitados,
alguien que le haría saber a Dios y a sus satélites
litúrgicos que la analogía de oportunidades
sólo existe para aquel que tiene sus sentidos prolijamente
ubicados en su ser, y que no tiene la cara deforme, ni
un paso simiesco, ni babea, ni gime como un primate. Marquitos
haría padecer a las criaturas; si el Creador no
puede ser ultrajado, al menos físicamente, sus
hijos, obra de su infinita bondad, responderían
por él. Tal vez cada centímetro de piel
que les sea arrancado es una lágrima que cae del
Divino Rostro; cada miembro quebrado, cada sonrisa ante
el espectáculo sangriento de un inocente es un
nuevo clavo en el Verbo.
El Hijo Unigénito no clamó misericordia,
pero los demás sí lo harán, y allí
estará la derrota de Dios, pues su muerte en la
cruz no redimió a todos del pecado, hay muchos
que aun se vanaglorian de él, y quieren ver como
sujetos sin coronas de espinas, sin mantos púrpuras
y sin atavíos celestiales, se retuercen a los pies
de un verdugo.
Ellos morirán por la venganza que nunca encuentra
una razón, la nítida venganza de un ser
atrofiado que ve en la felicidad del otro su propio tormento;
que vislumbra la normalidad de sus semejantes como un
dedo acusador que siempre le dice: "No
sos como nosotros, no sos como el dios que nos creó"
Marquitos era su propio dios, y aquella tarde, en una
casa derruida del barrio de Palermo, haría valer
su anómala majestuosidad.
Las adolescentes tenían dieciséis años.
Se llamaban Julieta y Magali. Eran vecinas del joven,
a quien miraban con desprecio y con cierto aire de importancia
que da no ser un paria.
Eran realmente bellas, vestidas a la moda. Teens que pasan
sus horas en el colegio, en el gimnasio y en casas de
amigas viendo qué ropa van usar para salir el fin
de semana.
Siempre tenían algo para hacer, y como dinero tampoco
les faltaba, podían darse los nimios gustos que
proporciona la tranquilidad económica.
Muchas tardes se quedaban en la hamburguesería
a la que siempre concurría Marquitos, observándolo
con risa contenida. Comentaban cosas hirientes acerca
de él, hacían bromas y se repetían
una y otra vez que antes de salir con un chico así
preferirían hacerse monjas, "como
la madre superiora del cole"- decía
con tono divertido Julieta, la más cool de las
dos, que entre otras grandes ambiciones tenía la
de recibirse de diseñadora de modas y viajar a
Europa con su futuro marido.
Allí estaba el joven, solo en una mesa, mirando
para todos lados, como buscando algún horizonte
salvífico que le proporcionara alguna suerte de
sosiego en ese mar de penumbras que naufragaba.
En varias ocasiones vio a las jovencitas, y si bien desde
un primer momento supuso que se estaban mofando de él,
adoptó una postura sumisa, como de "pobre
chico" que si bien nada puede dar, está
ansiosos por recibir.
Ellas así lo comprendieron, y en un ataque de cruenta
piedad se acercaron a su mesa. El ganado siempre avanza.
Con una excusa tonta, se sentaron y comenzaron a hacerle
cientos de preguntas como si ese sujeto fuese un marciano
caído por azar al planeta Tierra. Si bien parecían
interesadas en Marquitos, por dentro se estaban riendo
a carcajadas de ese rostro un tanto cuadrado y picado
por el acné que respondía entusiasmado,
y hasta con una cierta esperanza de ser querido.
Luego de varias horas de interrogatorio, se alejaron divertidas
y prometieron regresar al otro día.
Aquella noche, en casa de Magali, el tema "Marquitos"
fue el centro de la cena. Todas escuchaban ansiosas lo
que ese ser amorfo había dicho, y hasta querían
ir a conocerlo. Pero las amigas se reservaron el espectáculo
para ellas, y no permitieron que nadie descubriera al
monstruo que habían encontrado.
Día tras día los tres se encontraban, ya
no sólo en la casa de comidas rápidas sino
en plazas y en algunos shoppings. Ellas disfrutaban en
demasía el espectáculo de ser vistas con
su propio simio, y hasta pasaban por locales en donde
trabajan algunas amigas para compartir la diversión.
Marquitos, desde su nebulosa, dio un nuevo paso, y no
sólo trataba de parecer más tarado, sino
que además, más payaso. Adoptaba poses bufonescas
y hacía monerías para que ellas se rieran
más. Siempre le pedían nuevos gestos, nuevas
actuaciones, que él, su estúpido personal,
les proporcionaba.
¡Qué feliz se hallaban las chicas al tener
su propio arlequín! Solían sentarse en un
banco de plaza y ver a Marquitos danzar como un tonto.
Aplaudían entusiasmadas el acto y pedían
más. Y tuvieron más.
Por la noche, cuando se encontraban con sus novios les
comentaban cómo había sido la función,
y todos reían.
Marquitos permanecía solo en su habitación,
con los ojos inyectados en sangre y en lágrimas,
mirando la triste pared que siempre lo acompañaba.
Sabía que en esos momentos ellas estaban disfrutando,
mientras que él ni siquiera se había podido
quitar su disfraz.
Creyó que el momento había llegado; una
suerte de voz se hizo escuchar en su atrofiada cabeza
y lo impulsó a actuar como un poseso, como una
fiera que sólo puede saciarse con los gritos de
espanto de sus cazadores.
En las siguientes semanas convenció a las chicas
de ir a casa de unos amigos igual que él, que seguro
también las divertirían. Ellas aceptaron
de buena gana, y hasta prepararon una cámara de
fotos para inmortalizar a los grotescos seres.
La procesión dio comienzo en las primeras horas
de la tarde de un día sábado. Era Julio,
hacía mucho frío y el cielo estaba teñido
de color ceniciento sobre la decadente ciudad de Buenos
Aires. Entre medio del gentío que caminaba apresuradamente
por la avenida Santa Fe, se fue abriendo paso Marquitos
junto a sus dos amigas. El iba adelante, a paso rápido
y llevándose por delante a las personas que entre
medio del terror y del asco lo veían caminar con
cierto aire de triunfo. Claro que nadie sabía que
Marquitos estaba triunfando, y que las dos jovencitas,
que tan seguras se creían de sí mismas y
de la situación, iban camino al patíbulo
para derramar sangre en nombre de su normalidad.
Cruzaron una plaza y se dirigieron hacia una calle un
tanto desértica. La lluvia comenzaba a caer en
la gélida tarde de invierno y Julieta, vanidosa
como siempre, lamentó que su pelo se mojara ya
que lo quería tener en óptimas condiciones
para salir a la noche con su chico.
Magali preguntó:
-¿Es por acá?
-Sí, sí- respondió Marquitos- ya
casi llegamos.
-¡Qué lejos viven tus amigos!- se quejó
Juli al tiempo que cubría su cabeza con sus manos.
-Es que viven lejos para no ser molestados por las personas.
Igual ya llegamos, es esa casa de rejas celestes, la de
la esquina- dijo señalando un lugar bastante lúgubre,
en pésimos condiciones y con un pequeño
jardín al frente con los pastizales crecidos.
-¿Es acá?- interrogó Magali- ¿Cómo
pueden vivir de esta manera?
-¡Deja de preguntar!- dijo Julieta. Y luego por
lo bajo le susurró- Son animales,
¿cómo querés que vivan? Vamos a reírnos
un poco de la situación-
-Espera Juli, ¿no te parece raro que sea un lugar
tan feo?
-Ellos también son feos, es obvio que deben vivir
en un lugar feo- reflexionó silogísticamente
la adolescente- Entremos.
Los tres ingresaron al lugar que por su hediondez, convertiría
a un lodazal de cerdos en un palacio bizantino.
Las ventanas se hallaban cerradas con maderas viejas,
impidiendo que la luz de la calle pudiera ingresar; las
paredes, otrora blancas, habían adquirido un leve
tono aceitunado, haciendo más visible el contraste
con las gotas de humedad que se deslizaban ininterrumpidamente.
No se veían mobiliarios por ninguna parte, a excepción
de un viejo escritorio estilo Luis XIV, con un velador
sucio que emitía una tenue luz.
Parecía un lugar abandonado, aunque conociendo
la dejadez física y mental de Marquitos, y por
ende la de sus amigos, las chicas no se extrañaron
que ese sea un habitáculo propicio para ese tipo
de personas.
Es martirizante suponer que la gente desagradable pueda
arraigarse en lugares bellos; es un improperio contra
la naturaleza y su perfecta creación divisar a
esos abortos malogrados, con su estúpida sonrisa,
transitar por donde las personas normales lo hacen.
Cuando Marquitos cerró la puerta, inmediatamente
giró su cabeza y buscó con la mirada a las
teens, que se encontraban juntas en un rincón,
esperando, en su absurda maledicencia, la aparición
de los otros deformados.
Marquitos frunció el ceño de un modo animalezco;
bufaba y mostraba los cariados dientes; su huesuda mano
colocó el cerrojo a la puerta, mientras que la
otra bajaba lentamente la cremallera de su sucio pantalón.
En ningún momento quitó la vista de las
jovencitas, que retrocedían entre sollozos. La
situación violentó aun más al monstruo
humano, que comenzó a emitir gemidos, abriendo
grande la boca y sacando su negruzca lengua afuera. Sus
falanges se contorsionaron, como si de garras se trataran,
al tiempo que el oloroso miembro viril que colgaba entre
sus piernas, a la vista de las chicas, comenzó
a tomar forma.
Avanzó lentamente, saboreando el miedo de las imbéciles
que se habían echado al piso y se abrazaban temblando.
Cuando estuvo a corta distancia escupió un gargajo
en la cara de Magali, quien gritó desaforadamente,
aunque no atinó a limpiarse. Lloraba, y sus lágrimas
se entremezclaban con la densa saliva de Marquitos. La
imagen de una adolescente rubia, en los umbrales de la
pubertad, fina y recatada, humillada con una escupida
en su bonito rostro, excitó aun más al joven,
quien la tomó del cuello y la lanzó contra
una mesa.
Julieta estaba inmóvil en el suelo. El tomó
unas cuerdas, que había procurado dejar en la casa
algunos días antes, y la ató.
Trabó el nudo con extremada violencia, las virginales
manos de la niña pronto comenzaron a morarse. Pasó
varias cuerdas por todo su cuerpo, y así, totalmente
inutilizada, la cargó en su hombro y la tiró
junto a su amiga.
Comenzó a patearlas entre medio de una carcajada
demoníaca. Luego caminó sobre ellas, aplastando
sus cuerpecitos con los grandes borcegos que llevaba puestos.
Saltaba sobre los senos de Magali quien gritaba a más
no poder, mientras que su amiga, pálida y amordazada,
era una privilegiada espectadora de la situación.
Arrancó la camisa de la joven, quien dejó
ver unos pechos bien formados, aunque rojos a causa de
las patadas. Marquitos la levantó de los pelos,
y mordió con furia sus pezones que comenzaron a
derramar abundante sangre. Cuanto más gritaba Magali,
con más saña laceraba la protuberancia femenina,
que poco a poco fue perdiendo su forma, convirtiéndose
en una masa amorfa.
-¿Te gusta hija de puta, te gusta?- vociferaba
el joven con restos de piel y sangre en la comisura de
sus labios- ¿Qué diría tu mami si
te viera así, maldita puta? ¿Dónde
esta tu mami, dónde esta tu dios? Yo soy dios-
concluyó el redentor anómalo metiendo su
mano en la boca de la nena, en busca de su lengua. Cuando
finalmente la sujetó, dijo:- ¿Por qué
no te burlas de mí ahora?
¿Por qué no lo haces?- dicho esto comenzó
a estirar la lengua de Magali hasta el límite,
y viendo que no la podía arrancar, le propinó
tal trompada que la dejó tumbada en el piso.
No conforme con eso, y al tiempo que le sonreía
a su otra amiguita que derramaba copiosas lágrimas,
se echó sobre su víctima, la dio vuelta,
y con el adolescente culo a su irreverente disponibilidad,
comenzó a penetrarlo con todo lo que encontró
a mano. A los pocos minutos, totalmente bañada
en sangre, y en medio de atroces sufrimientos, Magali
murió.
La tortura duró poco más de una hora, y
los médicos forenses dijeron que el ano se encontraba
tan destrozado y con tantos elementos en su interior,
que la autopsia fue en verdad espeluznante, incluso para
ellos, tan acostumbrados a las atrocidades de los que
niegan la virtud.
Marquitos giró su cabeza y se dirigió a
Julieta, que era sin dudas la que más le gustaba,
pues la consideraba inalcanzable, y uno siempre venera
aquello que no va a conseguir. La felicidad la poseen
los demás.
La visión de la adolescente, sumisa como un cordero,
y en cierta forma, entregada a él, lo conmovió,
y hasta lo hizo llorar.
La chica, atada y asustada, trató de retroceder
ante el avance caritativo del joven, quien le sonreía
de modo paternal.
-No tengas miedo, no te voy a hacer nada- dijo dulcemente
mientras se frotaba las manos manchadas de sangre- No
soy malo, no soy malo.
Julieta se arrastró como pudo ante la otra esquina
de la casa, viendo a su paso algunas cucarachas muertas.
Finalmente se apoyó contra una pared y pidió
piedad.
-Por favor no me mates-dijo llorando- No me mates. Podemos
ser amigos, pero no me hagas daño.
Marquitos se detuvo.
-No me lastimes- volvió a decir.
El se arrodillo ante ella, y le acarició el rostro.
Era en verdad hermosa, y más aún cubierta
de lágrimas y de la inminente llegada de la muerte.
No hay nada más bello que un inocente sacrificado,
pues en esa situación límite expresa una
variada gama de sensaciones que sólo una persona
pérfida, aquella que va a cometer la injusticia,
puede saborear.
¡De cuánto nos privamos por darle a cada
cual lo que se merece! Siempre la misma respuesta al análogo
estímulo, la palabra justa ante la situación
provocada, en vez cuando se hace algo dañino, por
el mero placer de realizarlo, se puede estar seguro de
recibir a cambio palabras, gestos y expresiones que renuevan
la monotonía de la vida. Esperar lo que se da es
ser tributario de las estúpidas tradiciones; forzar
los hechos, poniendo al otro sobre el abismo, permite
ahondar en los arcanos del ser, en esos lugares insondables
que uno no se atreve a llegar por miedo a lastimar. Y
lastimar al otro es la única manera de conocer
las propias heridas.
¿Por qué privarse? ¿Por el llanto
de un ser, que acorralado en la telaraña, a donde
él mismo se dirigió, sediento de su propia
satisfacción, ahora pide misericordia? ¿Acaso
la pidió cuando brillaba en lo más alto,
cuando sumido en su estulta majestuosidad, ponderaba el
derecho a reírse? ¿Por qué no ríe
ahora?
Marquitos así lo entendió, y la benévola
sonrisa de Julieta, que le pedía otra oportunidad,
no logró conmoverlo. Por el contrario, a su mente
vino el pasado, como una Furia que cercena los pocos vestigios
de piedad que aun quedan, se anida, y deja crecer negras
rosas que coronarán la muerte de un inocente en
la adversidad, pero que días atrás fue un
malicioso en la prosperidad.
El joven se sentó a su lado, con la baba cayéndole
por el mentón y el aliento fétido emanando
de su boca caníbal. La contempló, le sonrió
y la mató.
Julieta se llevó como última imagen de este
mundo la risa criminal de un discapacitado, la sonrisa
triunfante de un hijo bastardo de Dios.
Luego de este acontecimiento, los chicos de el Alamo no
tuvieron más noticias sobre Marquitos.
¿Qué había pasado con el joven débil
mental que recorría las calles a paso ligero y
con el rostro desencajado? ¿Aun conservaría
el sueño de violar a cuanta mujer se cruzara por
su camino para poblar el mundo de discapacitados? ¡Qué
loco estaba Marquitos!
Había conocido a los chicos una noche en que se
escapaba de la policía. Pidió quedarse con
ellos, ya que su propia madre amenazó con entregarlo
a las autoridades pues lo consideraba un sujeto peligroso.
Estaba cercado; no tenía a quien acudir, sólo
en el Alamo halló un núcleo de personas
que si bien no lograban entenderlo del todo, al menos
no lo juzgaban. Era otra oveja descarriada del redil,
y merecía el apoyo de los chicos del parque.
Marquitos, desde niño, mostró un carácter
hostil, que sumado a su horrible fisonomía, lo
transformaba en una suerte de monstruo que aterrorizaba
a sus compañeros.
En medio de las clases estallaba en una carcajada demoníaca,
fijando su vista en la maestra por largos minutos. Sus
ojos se inyectaban en sangre y movía la cabeza
como si fuera algún animal salvaje. De haber vivido
en la edad media, con toda seguridad hubiese acabado en
la hoguera por ser considerado un hombre lobo.
Poseía demasiado pelo para su corta edad y caminaba
como un primate. Sus manos se contraían como si
fueran garras y solía echar a correr en el medio
del patio sin ningún destino concreto. Sólo
en una ocasión varió su itinerario y se
abalanzó sobre una compañerita que jugaba
con su muñeca.
Ella comenzó a gemir desesperadamente, pero esto
enardeció aún más a Marquitos que
introdujo su lengua y su nariz por cuanto agujero pudo.
Con brusquedad apartó los cachetes de la cola y
posó su cara en la rosada y pequeña abertura
de la infante. Olía como un animal en celo el sucio
orificio de Sodoma al tiempo que miraba con la boca abierta
a su presa que gritaba desaforadamente. Marquitos reía
mostrando sus dientes y respirándole en la cara
para que, según dijo después, "se
contagiara con mi aliento"
Las demás compañeras salieron corriendo
y en pocos segundos toda la escuela rodeaba al niño
que parecía querer devorarse viva a la pobre jovencita.
Finalmente ella se desmayó. El niño se le
montó encima, comenzó a pasarle su lengua
por la cara, y Dios sabe que más hubiera hecho
ese depravado si la directora y dos celadores no hubiesen
intervenido a tiempo.
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Las sospechas
de los directivos acerca de la anormalidad de Marquitos
se vieron develadas y decidieron no sólo expulsarlo
sino que además aconsejar a los padres que lo metieran
en alguna institución de enseñanza especial.
Estuvo varios años en una escuela para chicos con
problemas, mostrándose apaciguado y destacándose
como un alumno ejemplar, lo que motivó esperanzas
en sus padres respecto al futuro de su hijo. Los maestros
les decían que Marquitos estaba bien, que su conducta
había mejorada notablemente y que con la ayuda
de algún psicoterapeuta podría reinsertarse
sin ningún tipo de problemas en la sociedad.
Pasado algún tiempo, su rostro comenzó a
picarse por el acné. Grandes forúnculos
adornaban su piel; era una amalgama de pus y ronchas rojas
que parecían no menguar. Su cara semejaba la de
un leproso. Por la calle la gente lo miraba con mezcla
de asco y compasión; Marquitos caminaba siempre
con la cabeza baja. Algunas personas en el barrio se le
reían, y lo llamaban "El
portero eléctrico" o "Cráter".
El joven se quedaba mirando los rostros suaves de los
demás e imaginaba que el suyo era así. ¿Cuándo
podría comenzar a afeitarse sin cortarse todo?
¿Cuándo una mujer podría pasar su
mano por su cara y no sentir que acariciaba a un sapo?
Marquitos sentía envidia del mundo entero, y se
persuadió que no sólo era distinto por los
gigantescos granos de su cara, que de hecho muchos jóvenes
han tenido, sino que además por su cuerpo y sus
pensamientos que no encajaban con lo de los demás.
A la edad de diecinueve años medía más
de un metro noventa y era encorvado; su boca nunca terminaba
de cerrarse, mostrando una dentadura podrida. Sus cejas
eran asquerosamente tupidas. Reía sin motivos y
hablaba onomatopéyicamente. Sus manos eran huesudas
y sus uñas, debido a un problema cardíaco,
parecían aceitunas negras.
Sin nada para hacer, pasaba el día en su casa mirando
la TV y esperando que sus padres regresaran por la noche.
Marquitos sufría mucho, y se persuadía de
su anomalía.
En el verano había estado en una colonia de vacaciones
junto a otros seres abortivos de Dios que se dedicaban
a plantar en una huerta, a ir a la pileta o a hacer algunos
deportes. Marquitos se sentaba debajo de un árbol
y los observaba actuar como autómatas, cosa que
él no quería hacer.
Muchos maestros le decían que participe de las
actividades recreativas, pero él les decía
que no, y si ellos le insistían, les gruñía
como en sus mejores épocas de escuela primaria.
Caminaba solo, siempre solo, por la gran quinta que servía
de colonia. Su mirada fija en el piso, tratando de no
matar a su paso a los insectos.
Sentía una suerte de piedad por todos sus compañeros
de la colonia, una hermandad en la discapacidad que lo
erigía como paladín de ellos. ¿Pero
qué hacer para reivindicarlos? Sabía que
muchos de ellos morirían jóvenes, en especial
los que padecían Síndrome de Down; otros,
los que se movían en sillas de rueda por ejemplo,
estaban condenados a vegetar toda su vida, ¿Era
eso justo?
Marquitos razonaba tal vez demasiado, cosa que lo afectaba
el doble pues no tenía los medios físicos
para luchar contra esa injusticia, ¿o sí
los tenía?
Una tarde, luego de masturbarse compulsivamente, se quedó
observando el semen impregnado en su mano derecha. Lo
contempló largo tiempo, dejó caer el liquido
al piso, se arrodilló y comenzó con él
un diálogo que años más tarde sus
padres, horrorizados, comprenderían.
Marquitos había encontrado el método para
hacer justicia. Su arma se hallaba en su interior: la
vida que le había tocado en desgracia sería
una enfermedad de transmisión sexual: embarazaría
a todas las mujeres del mundo y así haría
una humanidad como él y como todos sus compañeros
de la colonia.
¿Pero tendría suficiente semen como para
procrear tantos adefesios? Volvió a tocarse, y
eyaculó; espero unos minutos, y comenzó
otra vez con el onanístico ejercicio: eyaculó.
Sí, ahora podía hacer justicia: el mundo
sería de los discapacitados.
Trató de ganarse la confianza de sus padres quienes
le permitieron salir a pasear solo. Los primeros meses
se quedaba en algún bar observando por la ventana
a las transeúntes que desfilaban por las calles.
Sus cuerpos bellos, sus risas no inducidas por la anormalidad,
sino por la felicidad; sus deseos, sus sueños en
vistas de un futuro que él jamás poseería.
Iban y venían como en una película: algunas
solas, otras con amigas, la mayoría con sus parejas.
Hombres que las habían conquistado, sea por su
hermosura o inteligencia: dones que carecen los seres,
que como Marquitos, vinieron al mundo para demostrar que
la imagen y semejanza con Dios a veces no es tan divina.
Los mozos le habían tomado afecto y solían
preguntarle cosas; el joven casi ni les respondía:
su mirada se encontraba fija en esas mujeres que pronto
llevarían en su vientre el embrión de la
anomalía. Marquitos tomaba un café tras
otro y reía con ganas: despertaba la compasión
de los demás comensales del bar, quienes en algunos
años se arrepentirían de no haber linchado
a ese sujeto maldito.
El primer paso que dio fue acercarse a una mujer que esperaba
el colectivo. Era una adolescente de no más de
dieciocho años, esbelta y simpática. Marquitos
le preguntó acerca de una calle, y ella, muy cordialmente,
le informó. El joven, mientras escuchaba la respuesta,
posó su mirada en la entre pierna de la joven,
que se sintió un tanto intimidada. Marquitos comenzó
a imaginar que sería llenarle de líquido
esa parte para luego, en nueve meses, tener los frutos
tan deseados. ¿Cómo sería la cara
de su hijito? ¿Se parecería a él
o a esa mujer que le decía dónde quedaba
la avenida San Juan?
La muchachita subió al colectivo apresuradamente,
y giró su cabeza, desde el vehículo en movimiento,
para observar horrorizada como el joven anormal se tocaba
su miembro y le gruñía mostrándole
su negruzca lengua.
En otra ocasión esperó a los fieles de una
Iglesia. Se echó en el piso y extendió su
mano. Sólo salían ancianas y algún
que otro viejo, cuando de pronto una joven hizo su aparición.
Con una pollera gris larga, el pelo recogido y un rosario
blanco pendiendo, se le acercó. ¡Ella se
le aproximaba! Marquitos se erectó y estuvo a un
paso de tomarla del cuello y hundirle la cabeza en su
entrepierna, pero la visión de un policía
que deambulaba por los alrededores, le hizo cambiar de
opinión.
La niña, que pertenecía al coro de la iglesia,
sacó unas monedas de su bolsillo y le sonrió.
"Lo
debe hacer por lástima"-razonó
como puedo el joven al ver a la católica tomarle
afectuosamente la mano luego de haberle dejado el dinero.
-Que Dios te bendiga.- dijo finalmente y se alejó
con su guitarra criolla.
“¿Dios
me bendiga?” Sonaba muy sarcástico,
y Marquitos, en ese mismo instante, decidió que
su víctima, no sólo debería ser de
la edad de esa zorra, sino que además, creyente.
Dios bendeciría la blasfema concepción entre
él y una niña católica.
Al disponer de todo el día, el joven podía
armar su plan con absoluta tranquilidad. Lo premeditaba
a cada segundo, no había otra cosa en su cabeza
que un nuevo mundo atiborrado de seres como él,
que con paso simiesco, dejarían caer sus babas
por las calles. Todos marcharían como un ejército
apocalíptico: algunos en cuatro patas, otros en
sillas de ruedas; quien se sintiera un árbol podría
permanecer en un rincón el tiempo que quisiera;
quienes desearan correr y darse la cabeza contra una pared,
también lo podrían hacer.
¿Y quién los cuidaría? ¿Habría
algún médico en esa metrópolis que
Marquitos quería construir? También serían
débiles mentales, que arropados de blanco, fomentarían
la unión entre ellos con fines de perpetrar la
especie. Algún religioso anormal podría
casarlos, y el mismo hombre debilucho que colgaba de la
cruz, sería discapacitado. ¡Dios es un retardado
mental!
Buscó un colegio religioso por su barrio, y pasó
varios días observando a las alumnas que salían
del establecimiento. ¡Qué hermosas eran!
Los colegios primarios de católicas son el bocado
que todo pecador o anormal querría probar. ¡Qué
sabroso es degustar esos cuerpos recién desarrollados
por la Madre Naturaleza, absorber los olores fuertes que
sus poros segregan por el movimiento interno de la sangre!
¡Cuántos cambios se producen en las jovencitas
inocentes que ellas mismas desconocen, y que sólo
una mente obnubilada por la blasfemia o por la discapacidad
puede apreciar! ¡Corderos, dulces corderos que serán
inmolados para la corroboración del pecado; masticados
y destrozados por fauces demoníacas que sólo
ven en el otro un enemigo, o mejor aun, un medio para
vigorizar los sentimientos equívocos que poseen!
¡Pecado, venganza, mero placer de ver retorcerse
a una jovencita que salió de su casa con el gusto
al beso de la madre, y nunca más regresará:
se ira a la tumba con el sabor acre de la perversión
impregnada en toda su maltrecha piel!
La muerte recibirá a una nena ultrajada, que golpeará
las puertas del infierno y dejará ver sus pequeños
senos mordidos, su boca al rojo vivo, su ano sangrante
y su vagina portando el semen de la discapacidad.
Marquitos no podía esperar más. Siguió
a dos amigas que caminaban riéndose por una calle
bastante deshabitada. Sus mochilas llevaban inscripciones
de grupos de rock y dedicatorias de otras compañeritas.
Se creían muy rebeldes, y pronto conocerían,
a la edad en que todos aspiran al futuro, que de la vida
nadie sale con vida.
Marquitos se les abalanzó, las tomó del
cabello y las arrastró varios metros. Sus mochilas
cayeron al piso. Gritaban, trataban de zafarse de aquel
monstruo de casi dos metros que las miraba con ojos saltones.
-Quiero un hijo, quiero un hijo- les repetía mientras
retorcía el rostro de una de ellas- Voy a tener
un hijo tuyo.
La nena lloraba. Su amiga logró escapar. Marquitos
dio la cabeza contra el piso de su presa y salió
a buscar a la otra. Pronto la alcanzó. La nena
imploraba, llamaba a su mamá. Fue todo en vano:
Marquitos con una sola mano le rompió el cuello
y volvió con la otra que yacía media desvanecida
en el piso. Se le montó, bajó sus pantalones
y dejó ver su miembro erecto.
La nenita abrió los ojos. No dejaba de lagrimear.
-Por favor no me mates- le decía, - no me mates,
no me mates.
-Sólo quiero un hijo- decía el joven que
la penetró violentamente.
La niña gritó mucho. Su jumper se lleno
de sangre de virgen, Marquitos la penetró hasta
el fondo.
-Dame un hijo- repetía mientras la asfixiaba- Dame
un hijo, quiero que seas mamá.
La nena lloraba, se atragantaba con sus mocos. Del miedo
no controló sus esfínteres y se hizo caca.
Marquitos comenzó a gritar como un mono: siguió
penetrándola, lubricando su vagina con la caca
que seguía inundando su bombachita rosada.
-Falta poco, serás mamá- le decía
a la jovencita que ya estaba inconsciente de los golpes-
No te mueras, tenemos que traer un nene al mundo.
Marquitos descargó su semen en la vagina destrozada
de la infanta. Estaba desencajado, no veía nada,
no escuchaba nada, ni siquiera los gritos del policía
que ya lo estaba apuntando con su arma. Dos, tres veces
lo intimidó para que se detenga; finalmente le
disparó. Marquitos cayó muerto. Pero había
embarazado a su víctima, quien meses más
tarde, moriría de una infección.
Los chicos de el Alamo aún se preguntaban qué
sería de la vida de Marquitos.
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Texto seleccionado por © ,Nicolás
Fiks, para la revista mis Repoelas (derechos de autor
reservados).
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