Juan
la despidió con un beso largo en un abrazo de vértigo.
El avión despegó con una explosión ruidosa,
tal vez preludiando una estrepitosa sensación de ausencia.
Él se dio en guardar los besos con destinatario ausente.
Primero guardó los más cálidos en los
lugares de mayor uso. En el recibidor, sobre el sofà
y sobre la colcha. Luego sobre los respaldos de las sillas,
y dentro de los cajones de su ropa, y en el estante de la
ducha, y en el armarito de sus afeites, y en su mesita de
noche, y en el cajón del chocolate del frigorífico.
Cuando abrió el congelador para seguir guardando besos,
confirmó que los meses habían ido pasando, y
que ya había atesorado para ella miles de besos alados,
de mil colores y mil texturas. Diminutos y leves, humedecidos
y exaltados, de apoyo para noches frías y de frescor
para siestas de Julio. Había besos de floración
y de luto. Besos de parar relojes y de escasos segundos. Besos
de sal de lágrimas y besos de mar de luna.
Una noche soñó con ella, una y otra vez. Y los
besos fueron creciendo, indisciplinándose de las rejas
de sus cárceles, hasta inundar el suelo, hasta derramarse
bajo la puerta, hasta conquistar las escaleras, y bajarlas
en cascada de besos.
Se colaron por el hueco del ascensor inundando ese espacio.
Ahuyentando a las cucarachas y a las pelusas del olvido. Escaparon
por la acera, como ejército de hormigas en busca de
un hormiguero. Desfilaron por la acera, se colaron por las
bocas de desagüe, siguieron por las alcantarillas, y
derivaron al mar de las ausencias y veleros de viento en popa,
hasta arribar a una playa griega, entrando en una caracola,
que dejaron inundada de besos de amor y gritos de ternura.
Una mujer en Lampedusa, que rescataba a unos niños
de una lancha, tropezó con su angustia, con la rabia
de ese rosario de gente huyendo y empapados de dolor. Tropezó
con sus miedos, sus añoranzas y con esa caracola rubia
y grande, reluciente y golosa, húmeda y tentadora.
La acercó a su oreja derecha, y justo en ese instante,
un hombre de Barcelona despertaba sintiendo la piel anfibia
de una mujer de mar, que, junto a su almohada, venía
cargada de besos sin sal.
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