LOS
PADRINOS DE LA BODA |
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!Diana!, ¿Te falta mucho?
- ¡Diez minutos! – contestó una voz cantarina
al otro lado de la puerta
Alex suspiró con resignación y decidió
ponerse cómodo. Si había dicho diez minutos
había querido decir media hora. Se sentó en
el sofá, estiró sus largas piernas y armándose
de paciencia se dispuso a esperar.
Alex era un tipo atractivo, alto, con unos ojos gris azulado
casi hipnóticos que contrastaban con su pelo moreno
y que usaba en beneficio propio cada vez que le convenía.
Soltero a sus treinta y dos años, hacía normalmente
lo que le venía en gana, por lo que no podía
entender que hacía allí esperando, mientras
tenía a una mujer instalada en su baño.
Muy sencillo, se dijo a sí mismo, esa mujer era Diana
y no solo estaba instalada en su baño sino que también
lo estaba en su vida.
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Cuando la conoció años atrás en la universidad,
ella era una chica, mas bien una chiquilla, preciosa, inteligente,
cariñosa y algo loca. Iba tres cursos por detrás
de él pero encajó perfectamente en su grupo
de amigos. Ella se adaptó y ellos la aceptaron como
a una más. Desde entonces se habían vuelto inseparables
y aunque laboralmente cada uno tiró para un sitio,
ellos terminaron trabajando para la misma empresa.
Volvió a removerse intranquilo, la media hora estaba
terminando y él también necesitaba arreglarse,
aquel día, dos de sus mejores amigos se casaban.
Parecía mentira, pero David y Ana habían decidido
casarse y se les veía tan felices y encantados que
consiguieron emocionar con la noticia al resto del grupo.
Alex pensó que sus amigos eran afortunados de haberse
encontrado el uno al otro. Sin querer su pensamiento voló
a Diana, no sabía por qué había pensado
en ella, pero lo cierto era que desde que había llegado
a su casa se encontraba mucho mejor. Su amistad había
sobrevivido a muchos años y a otros tantos problemas,
discutían, se peleaban, se gritaban, se pedían
perdón y empezaban de nuevo, pero siempre se habían
ayudado.
Cuando Alex rompía con alguna de sus parejas, allí
estaba ella para animarlo y decirle que había más
chicas, cuando ella lloraba porque su relación no
era lo que esperaba, allí estaba él para prestarle
su hombro, siempre se apoyaban en los momentos difíciles
y aquel era uno de ellos.
Unos meses atrás Diana conoció a Roberto,
un próspero y atractivo empresario que la deslumbró
desde que le puso los ojos encima por primera vez.
- Le quiero Alex – le había dicho con ojos
ilusionados – es lo que he estado esperando y esta
vez es la definitiva. |
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Alex se limitó a aceptar lo que su amiga le decía,
pensaba que el tal Roberto no era trigo limpio y que ella
se equivocaba , pero la conocía demasiado bien como
para decírselo, ya lo había intentado en ocasiones
anteriores y no le había servido de nada, además,
si ella estaba feliz, no sería él quien se metiera
a incordiar, así que el día que ella le comunicó
que dejaba su trabajo y su ciudad para irse a vivir y a trabajar
con él, se limitó a darle un beso de buena suerte
y a no decir nada, como tampoco dijo nada el día que
la vio esperándolo en la puerta de su casa sentada
en su maleta.
- ¿Puedo quedarme contigo unos días? –
había preguntado a modo de saludo – He dejado
a Roberto.
Al verla tan abatida y a la vez tan digna, había
sentido unos inmensos deseos de abrazarla y consolarla,
pero se limitó, con un gesto de su cabeza y sin mediar
palabra, a indicarle que entrara en la casa. Lamentaba su
fracaso, pero nunca se había alegrado más
de verla.
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Unos días más tarde alguien la llamó
para comunicarle que Roberto había tenido un grave
accidente de coche y había muerto. Aquello la afectó
profundamente, parecía sentirse culpable, pero seguía
sin soltar prenda, no hablaba de nada de lo sucedido en el
espacio de tiempo que había convivido con él
y Alex no quería presionarla. Cuando estuviera preparada,
hablaría, pero mientras tanto, ella, que siempre había
sido alegre y optimista, se había convertido en una
persona triste y taciturna y Alex odiaba verla así,
solo esperaba que la boda de sus amigos la animara.
Todo aquello había ocurrido un mes atrás
y allí seguía. Ella no mencionaba cuando se
iría y él no tenía ninguna gana de
que se fuera, los dos parecían contentos con la situación
y parecía que, de momento, seguiría viviendo
allí. De hecho, parecía haberse quedado a
vivir en el baño porque llevaba encerrada casi una
hora y él también necesitaba arreglarse.
- ¡Diana! – dijo aporreando la puerta - ¿Vas
a salir de una vez o voy a tener que derribar la puerta?
En ese momento aquella se abrió dejando paso a
una visión espectacular y deslumbrante. La espera
había valido la pena, pensó intentando reaccionar.
- Tenía que arreglarme – se quejó
– no puedo aparecer hecha una facha en la boda de
mi mejor amiga. Además, te recuerdo que soy la madrina,
tengo que estar impecable.
Alex deslizó su mirada por ella y pensó
que estaba más que impecable, pero decidió
tomarle un poco el pelo para disimular su turbación.
- No te preocupes, estás perfectamente alicatada;
y te recuerdo que yo soy el padrino y también necesito
adecentarme.
Ella se limitó a sacarle la lengua en un gesto
burlón y dejarle el espacio libre.
- Tu turno – dijo alejándose majestuosamente
por el pasillo.
Con cuidado de no estropear el vestido, Diana se sentó
en el mismo lugar que había ocupado Alex unos minutos
antes y se dispuso a esperar. Su amigo era un sol, pensó
sonriendo. Además de ser uno de los hombres más
guapos que conocía, era una gran persona y ella lo
adoraba, lo adoró desde la primera vez que quedó
delante de sus ojos azules y lo vio sonreír, en ese
momento se prometió que haría lo que fuera
por conseguir su amistad. Y lo había conseguido,
tanto él como sus amigos la habían aceptado
como una más y ella se sintió inmensamente
feliz de pertenecer a ese grupo reducido.
A lo largo de los años Alex la ayudó con
sus exámenes y más tarde le buscó un
trabajo en su misma empresa. Poco a poco entre ellos se
desarrolló una gran amistad. Hubo otras personas
en sus vidas, pero siempre reservaron una pequeña
parcela que era suya exclusivamente, lo que provocó
alguna que otra escena de celos con sus respectivas parejas,
que no llegaban a entender aquella relación tan especial.
Diana podía recordar las veces que uno había
recogido los pedazos del otro y le había ayudado
a seguir adelante. En esos momentos ella se encontraba en
una de aquellas situaciones. Tras su ruptura con Roberto,
Alex la había acogido en su casa sin preguntas y
sin reproches, aunque, le constaba, él nunca había
aprobado su noviazgo. Algún día le contaría
lo sucedido, sabía que se moría por saberlo,
pero no tenía gana, ni siquiera merecía la
pena, revivir aquel triste episodio de su vida.
Diana volvió a quedarse en blanco. ¿Qué
diablos le pasaba? ¡Por Dios!, era Alex, su amigo.
De pronto, entendió por qué sus relaciones
siempre fracasaban. ¡Estaba enamorada de él!
Aquello era una tragedia – pensó cerrando los
ojos - ¿Qué iba a hacer ahora?
- ¿Estás bien? – oyó la voz
preocupada de Alex, que se había inclinado hacia
ella.
- ¿Eh? – abrió los ojos y lo miró
fijamente – si, claro, estoy bien ¿nos vamos?
Extrañado por su comportamiento, se limitó
a asentir y a enlazar su brazo para ayudarla a salir mientras
pensaba que estaba muy, pero que muy rara.
Hotel Senador. Varias horas después
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- Lo siento, tengo un compromiso – Alex declinó
la invitación a cenar de la guapa morena con quien
bailaba en ese momento. La fiesta era un éxito y
Ana y David irradiaban felicidad, ellos solos podrían
haber iluminado con su sonrisa aquel inmenso salón.
Alex estaba feliz por ellos pero algo en su interior no
le permitía relajarse. Por encima de la cabeza de
su pareja de baile paseó la mirada en busca de Diana,
quien desde la muerte de Roberto tenía un comportamiento
extraño en ella. Él sabía que era una
persona fuerte, había tenido que superar algunos
escollos en su vida y para colmo un novio de lo más
inadecuado había venido a terminársela de
amargar. Bueno, pensó, no iba a permitir que nadie
más le hiciera daño. Pero …¿dónde
demonios se había metido? No la veía por ninguna
parte y lo último que necesitaba era que se hundiera
en una depresión.
- ¿Me permite?
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Esas palabras lo sacaron de sus pensamientos. Procedían
de un joven que le pedía permiso para bailar con
la morena. Con una gran sonrisa, hubiera podido besarlo,
le ofreció la mano de su pareja, enormemente agradecido
de que lo librara de ella. Saludó con una inclinación
de cabeza y se dedicó a buscar a su amiga. Algo le
decía que se había quitado del medio, más
bien se había puesto a cubierto, y decidió
buscarla en la terraza. No se había equivocado, allí
estaba, apoyada en una columna, abrazándose a sí
misma y mirando hacia el infinito. Un sentimiento indescriptible
de ternura lo invadió,
se aproximó por detrás y casi sin darse cuenta
había pasado un brazo por sus hombros
- ¿Estás bien? – preguntó al
notar que se sobresaltaba. Ella giró la cabeza y
levantó la mirada hacia él
- Sí, solo estaba descansando.
Volvieron a quedar en silencio, él rodeándola
con su brazo y ella, al fin, relajada contra su cuerpo.
Hay veces en que los silencios son más significativos
que un torrente de palabras y ellos se entendían
perfectamente sin necesidad de ellas.
- ¿Ya has dejado a tu morena? – habló
ella finalmente.
- Bueno, me ha costado un poco librarme de ella.
- ¿Librarte? – lo miró incrédula
y con cierta dosis de ironía – tú no
te has querido librar de una mujer guapa en tu vida.
- No exageres Diana – dijo un poco fastidiado –
además ahora estoy con la mujer más bella
de la fiesta ¿por qué voy a querer estar con
otra?
- Apúntate una colega – le dijo señalándolo
con el dedo índice y separándose un poco de
él – pero conmigo no te vale. Te conozco.
Dicho esto se dirigió hacia las escaleras que llevaban
al jardín.
- Eh! – protestó bromeando – que lo
he dicho en serio. ¿Dónde vas? Ella se detuvo
y se volvió para esperarlo.
- Voy a dar un paseo – dijo mientras se quitaba
los zapatos de tacón - ¿Vienes?
- Claro – aceptó de inmediato.
En unos segundos caminaban uno junto a otro. Diana sentía
la humedad del césped bajo sus pies descalzos, eso
la mantenía unida a la realidad, si no, hubiera pensado
que todo aquello era un sueño. Alex, solícito
y amable, paseando junto a ella bajo la luz de la luna como
una pareja de verdad. Iba tan distraída que una pequeña
piedra la hizo tropezar. Sin mediar palabra Alex la agarró
de la mano y siguió caminando. Eso faltaba para completar
el cuadro, pensó ella cerrando los ojos.
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Una carcajada salió por las ventanas del salón.
“Es Ana, pensó, ella ha encontrado al hombre
de su vida”, “Y tu también”, le dijo
una vocecita cruel, “solo tienes que hacer algo al respecto”.
Intentando apartar esas molestas palabras de su cabeza reanudó
la conversación
- Son felices ¿verdad?
Él
asintió, había estado pensando lo mismo.
-
Si, tienen suerte de haber encontrado lo que buscaba.
-
¿Y tú? – aquellas palabras salieron sin
permiso de su boca.
-
¿Yo?
-
Si, tú. ¿Han encontrado lo que buscabas? –
casi le daba miedo conocer la respuesta.
Él
la miró de forma enigmática y contestó.
-
Quizá.
-
Muy expresivo por tu parte Alex – dijo ella molesta.
-
Yo puedo preguntar lo mismo. ¿Has superado lo de Roberto?
Ella se quedó pensativa, después decidió
hablar con sinceridad.
- Siento pena por su muerte, incluso me siento culpable. Si
no lo hubiera abandonado, a lo mejor no estaría muerto,
pero me di cuenta de que no le quería, que mi sitio
no estaba con él sino aquí, contigo.
Alex
sintió que su corazón se ensanchaba y aceleraba
a la vez. Ella pensaba que su sitio estaba con él,
pero ¿se refería al trabajo o había algo
más?, tenía que averiguarlo
-
No puedes sentirte culpable – se detuvo, la llevó
hasta un banco de piedra y se sentaron sin que él hubiera
soltado su mano. Sus voces eran suaves, bajas, como si temieran
romper algún tipo de encantamiento si las elevaban
– no puedes permanecer junto a alguien que no quieres
por obligación o lástima.
Ella bajó la cabeza y miró sus dedos entrelazados.
Se sentía derrotada. Quería a aquel hombre y
se sentía enormemente triste de ver que no podía
tenerlo.
- Diana – susurró él empujando su barbilla
y obligándola a mirarlo - ¿Qué te pasa?,
no estás bien, lo sé.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas, estaba triste,
casi desesperada y la ternura con que él la miraba
desbordó el dique. Negó con la cabeza incapaz
de pronunciar ni una sola sílaba.
Alex no soportaba verla llorar, ella era fuerte pero en esos
momentos la veía hundida.
- Diana, mírame – le dijo suavemente sujetando
su cabeza con ambas manos.
Ella
obedeció, lo miró con los ojos cuajados de lágrimas
y con todo el amor que sentía por él. Quería
tener lo que Ana y David tenían, quería sentir
que él la quería tanto como ella lo hacía.
Alex no sabía muy bien que había en aquella
mirada pero intuyó que algo muy serio e importante
pasaba entre ellos y no quiso dejarlo pasar. Con cuidado besó
sus ojos y siguió el rastro de sus lágrimas
por las mejillas. Cuando la oyó suspirar no esperó
más, ya había esperado suficiente. Un ronco
gemido escapó de su garganta antes de besarla, si después
lo tiraba del banco le parecería muy bien, pero en
ese momento nada ni nadie le iba a impedir que la besara.
Sintió el sabor salado de las lágrimas en su
boca y decidió borrar todo rastro de tristeza de su
rostro, si era a base de besos, así sería, se
emplearía a fondo, pero quería verla sonreír
de nuevo. La besó primero suavemente,
luego con pasión, sin control. Poco a poco se iba encendiendo,
ya no quería solo consolarla, quería poseerla, poseer su espíritu,
su voluntad, su amor. Cuando esa palabra caló en su
cerebro abrió los ojos de golpe, por fin sabía
lo que quería. La quería a ella. |
- Diana, te quiero – dijo casi asombrado por el descubrimiento.
Ella abrió mucho los ojos, iba a decir algo pero él
no la dejó terminar – ya sé que es un
poco raro y que a lo mejor no lo esperabas, pero creo que
podemos ser felices juntos, que… |
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Diana no lo dejó continuar, le tapó la boca
con la suya y durante unos minutos se olvidaron de lo que
iba a decir.
- Estoy de acuerdo contigo, no te acostumbres a que te
de la razón, pero esta vez la tienes. Podemos ser
felices juntos, te quiero.
Y olvidados de todo lo que les rodeaba, incluida la mirada
indiscreta y satisfecha de los novios, dedicaron el resto
de la velada a demostrárselo. |
Este
relato es original de Menchu Garcerán |
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