LA
CHIMENEA |
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Cipriano
Acosta, había tenido el rancho como a unos quinientos
metros de la última casa del pueblo. Medio petisón
el hombre, pelo más que canoso, sencillo pero prolijo,
andaba de chiripá siempre impecable y calzado con botas
de potro, caminaba medio encorvado y lento por los años,
había pasado la barrera de los setenta, y los días
no se esfuerzan al cuete, se hacen sentir y pesan más
de lo que uno pueda imaginar. Resolvía los quehaceres
de su casa silbando bajo, sin apuro, que para eso ya había
andado al trote bastante tiempo. Se arreglaba solo, puesto
que la viudez lo sorprendió joven, y de ahí
en más no quiso volver a buscar compañera, tenía
basta y sobra con el recuerdo de la difunta.
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Pasaba el rato entretenido
en las cosas más triviales, el hacerse la comida, barrer
el piso, tirarle unos huesos al perro, dormir la siesta, releer
algún viejo libro que le prestaran y para época
de primavera o verano conversaba con cualquier vecino ocasional
que pasaba por su tierra.
Acomodado debajo de la sombra del alero, en un banco que se
había fabricado con maderas de un carro viejo dejado
a medio reparar, allí contaba de sus días de arriero,
de cómo se había hecho hombre en los fortines
del General Roca, teniendo que ser macho para aguantar los vientos
helados y cortantes del invierno a campo abierto, los aguaceros,
los soles a plomo del verano, el grito aterrador de los pampas
que congelaban hasta la sangre cuando salían a malonear,
ya más acá, las yerras, el arreo de tropa entre
los espinos, las tormentas y las leguas hechas entre el barro
para cumplir como correspondía. Cada narración
le llevaba un pedazo de vida, así, entre mate y mate
iba desgranando un rosario de acontecimientos que parecía
no tuvieran fin, cuentan que a más de un oyente, se le
escapaba una lágrima, que sabía disimular echándole
la culpa al humo del brasero.
En tiempo de ocio se había fabricado un hermoso fogón
tipo estufa con chimenea, parecido al que viera hacía
años en la casa de unos holandeses ricos, dueños
de varios campos por los pagos de Villa de las Mercedes y gracias
al tesón y algunas piedras que pudo recolectar por ahí,
mientras jugaba con las horas que le sobraban durante el día,
salió que ni pintado. De modo que llegó a ser
la chimenea la que daba aviso a los vecinos en cuanto a si el
Cipriano estaba o no en el rancho, por el humo blanco que escupía
de su alta boca.
Aquellos que lo conocieron, decían que era hombre de
hablar poco y bajo, de manera que no le fue difícil a
la guadaña el convencerlo y llevarlo una noche del mes
de julio y de luna llena, mientras dormía, seguro que
soñando con algún entrevero que le tocara en suerte
o en desgracia.
El pago entero sintió la ausencia del Cipriano, no faltó
nadie al funeral, mientras se comentaba que murió sin
tener enemigos, por lo menos que se le conocieran, debido a
ser hombre bueno desde siempre y servicial para cualquier cosa
que hiciera falta. La congoja en el pueblo duró un tiempo,
pero como todas las cosas en la vida, se van olvidando, así
de a poco se les fue desluciendo de la memoria el recuerdo del
Cipriano Acosta, salvo en el boliche que se lo recordaba a veces
o en alguna matera, cuando se hacía mención de
los hombres que ayudaron a hacer patria a fuerza de trabajo
y sacrificio.
Todo seguía igual, las mismas personas con las mismas
alegrías y penurias de siempre, a diferencia que al arrimarse
la primavera, comenzaron a hincharse los brotes de algunos arbustos
guachos que había por ahí para echar ramas y hojas,
a la vez que el frio iba a dejar de sentirse por un tiempo.
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Los días corrieron
hasta que cayó un veintiséis de setiembre, que
fue cuando el pueblo madrugó más de lo acostumbrado
y con la sorpresa que de la chimenea del rancho del Cipriano,
ya convirtiéndose de a poco en tapera, estaba saliendo
humo. Los hermanos Trillo, mozos medio atrevidos, ensillaron
y se le fueron arrimando, con la seguridad de encontrar algún
paisano haciendo fuego para matear o calentarse, pero cuando
llegaron no vieron a nadie, solamente el fuego encendido en
la estufa de piedra entre el desorden de lo abandonado y el
deterioro propio de las destemplanzas del clima.
Esta cuestión del humo, se repetía el veintiséis
de setiembre de cada año y justo de madrugada, llegándose
a pensar que algún pícaro para hacer una broma,
encendía el fuego temprano y luego se escondía
entre el pastizal que daba al otro lado de la tapera. De forma
que un año, se juntaron varios paisanos para hacer noche
en el lugar desde el día anterior y desenmascarar al
chistoso del fuego que tenía al paisanaje en vilo. Así
lo hicieron, armaron un campamento al lado de la chimenea y
hasta llevaron un brasero para tomar unos mates y entre cuento
y cuento se fue la oscuridad sin que pasara nada extraño.
Con los primeros rayos del sol, tocaron las piedras del fogón
y estaban, sin exagerar mucho, casi heladas. Ensillaron tranquilos
de a uno y al paso se fueron yendo, dando la espalda a la tapera.
Habrían hecho unos cien metros, considerando que todo
lo anterior no era más que la obra de algún joven
chistoso del pueblo, cuando al menor de los Trillo se le dio
por darse vuelta, fue suficiente para que le corriera un sudor
frío por el cuerpo, tiró de las riendas del caballo
a lo que giraron los otros, viendo con asombro mezclado en el
temor, que de la chimenea del rancho del Cipriano, salía
humo. Esta situación, si bien los paralizó un
momento, decidieron volver a inspeccionar el sitio y la zona,
no encontrando nada fuera de lugar, solamente algunos leños
medianos y unos pastos secos acomodadas prolijamente en la boca
de la estufa y recién encendidos.
Se descubrieron, persignaron en silencio, pidieron a Dios por
el difunto y se marcharon sin comentar palabra.
Al tiempo contó uno de ellos, el Julián Aldao,
que habiendo hecho veinte metros de recorrido, les pareció
oír una voz que les decía..."Vuelvan cuando
quieran, ésta es su casa". Nunca más volvieron
a la tapera, pero la chimenea de piedra sigue allí, de
pie y haciendo de las suyas...del rancho no queda nada, se lo
fue llevando el tiempo.
Algunas comadres llegaron a comentar, en medio del chismerío
y por no tener otra cosa en la cual entretenerse, que la finada
del Cipriano, había entregado el alma al Señor
un veintiséis de Setiembre, ya hiciera una ponchada de
años.
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