El brujo había pasado
tantos años coqueteando con demonios y con muertos
que decidió abandonar para siempre aquel juego. Comenzó
lo que sería su último hechizo, la última
invocación. Tomó el muñeco de paja, encendió
las velas y sacó las agujas; arrastró al chivo
hasta el altar y apretó con fuerza las cuerdas del
mango del puñal. Inició la invocación,
habló con los muertos y les ofreció la sangre
del chivo para limpiar su alma. Quería escapar de ellos
y buscaba el perdón de los muertos para poder descansar.
Con facilidad, la hoja del cuchillo rasgó el cuello
del animal, la sangre emanó a chorros entre gemidos
agudos y patadas desesperadas mientras el brujo sostenía
con fuerza al chivo y gritaba el conjuro; mojó cada
una de las agujas con esa sangre y una a una las fue enterrando
en el muñeco: una en la cabeza, otra en el corazón,
las demás en los brazos y piernas; mientras los punzones
iban penetrando la figurilla, dolores agudos le inundaron
el cuerpo, en la cabeza, en el corazón, en los brazos
y en las piernas; estaba llorando pero sabía que pronto
se acabaría la pesadilla. El rito continuaba y el brujo
comenzó su último hechizo, el de la memoria.
Iba a borrar de su mente todo vestigio de magia. Cientos de
veces había usado este hechizo para borrar las huellas
de sus víctimas, para engañar los sentidos de
los testigos de sus ofrendas; hoy usaba la magia para borrar
su propia vida. El chivo todavía pateaba, agonizante,
bajo el altar y la magia empezó a surtir efecto. Poco
a poco se iban borrando de su mente los recuerdos, las víctimas,
los brujos, los ritos, las invocaciones… Faltaban unas
cuantas palabras para terminar la magia pero por más
esfuerzos que hizo no logró traerlas a la memoria. |