EL
VIAJERO DE LA ALCARRIA |
“ La
Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le
da la gana ir”
De Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela.
“Unos niños que están sentados en
una cerca miran para el viajero…”
Esto es lo que escribió el viajero.
Luce el sol sobre Gárgoles. Andrés, con otros
muchachos de su edad, baja corriendo por los pinos, estrechos
y mal trazados senderos de la loma, entre tapias de adobe
y viejas casas de pueblo. Sudorosos, inquietos por la curiosidad,
todos se sientan en silencio a la sombra que ofrece la pared
de una cueva.
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Desde
allí pueden ver al desconocido que al otro lado de
la calle se afeita, sin prisas, delante de un pequeño
espejo que cuelga de un clavo en la puerta misma del parador.
Es alto, delgado, de rostro triangular y frente amplia y despejada.
Lleva los cabellos hacia atrás y están revueltos,
como si a lo sumo se los hubiese peinado con los dedos. Va
en camisa y los pantalones, anchos, grises, le cuelgan largos
y arrugados.
“Por el espejo ve que lo contemplan, de lejos, quince
o veinte personas…”
Esto también lo escribió el viajero a su regreso.
Lo que hace en realidad -la navaja en la mano, las mejillas,
la barba, el cuello, la boca cubiertos de espuma de jabón-
es girarse a mirar a sus espaldas. Sus ojos brillan y observan
con fijeza, como si estuviese enojado. Pero es que sus pupilas
son negras, algo fieras, muy hondas. Luego sigue con lo
suyo: moja la navaja en un pequeño recipiente de
barro lleno de agua y la hace resbalar por el mentón
mientras levanta la cabeza y frunce los labios. Nadie sabe
quién es, de donde viene, a donde va, y mucho menos
que asuntos le detienen en el pueblo. Gárgoles es
un pueblo huertano con unas pocas casas que trepan la costana
y una iglesia grande, cuadrada, en cuyo campanario anidan
las palomas. Y el río a sus pies. Nada más
y nada menos, pero seguramente poca cosa para despertar
la atención de los viajeros.
Mariano, el de Ruguilla, aparece por el zaguán tirando
de dos mulas. Saluda al desconocido con un levísimo
movimiento de cabeza y, paso a paso, se pierde con las bestias
a la vuelta de una esquina. Durante largo rato resuenan
los cascos herrados sobre los guijarros de la calle. Andrés,
apoyado en el muro, levanta el brazo derecho, extiende el
dedo índice, apunta cerrando el ojo izquierdo y hace
ademán de disparar contra las golondrinas que entran
y salen libremente del parador.
-¡Bang!
Los pájaros revolotean asustados salpicando el aire
de manchas blanquinegras. Andrés los persigue con
el dedo y continúa disparando hasta que en la línea
de tiro aparece el viajero, que seca su cara con una toalla
de hilo. Es como si lo tocara, como si lo tuviera a su merced,
como si pudiera hacer con él lo que le viniera en
gana. El dedo es más grande que el hombre, parece
más grande, y el hombre más chico, verdaderamente
indefenso ante la amenaza de aquel índice tieso y
agresivo.
Andrés no dispara. Nunca lo haría contra el
viajero, cuya mirada, presiente, es espejo de lejanos paisajes,
de Sevilla por ejemplo, que hace tiempo abandonaron él
y sus padres para instalarse en Villa Rosada y de la que
añora las risas de los amigos, el bullicio, las travesuras,
aquellas carreras por el patio del colegio; quizá
también de El Hierro, donde tanto tiempo vivió
con su madre y su abuelo, sueño de piedra perdido
en el Atlántico, nido de tempestades y calmas que
aún parecen animar el ritmo de su corazón.
No, Andrés no ha disparado. Disparar hubiese sido
lo mismo que atentar contra la posibilidad de compartir
con alguien sus mejores recuerdos.
Detrás de él, sobre el terraplén que
conforma la entrada de la cueva, Cipriano, el cabo de la
Benemérita, le sonríe. Tiene la cara perlada
de sudor y resopla como un buey. Parece que sea su bigote
enorme y negro, como un cepillo tapándole la mitad
de la boca, el que hable.
-No le has dado -dice, y su sonrisa se convierte en risotada
que convulsiona su panza opulenta. A continuación
añade-: Haces bien en no fiarte de los desconocidos.
Por aquí andan pocos y los que hay nunca se sabe
qué buscan.
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“Las puertas del parador no se cierran jamás…”
El cabo Cipriano se lamenta de que la gente sea tan confiada
y no cierre puertas y corra los cerrojos.
-Puerta abierta, mala de guardar -manifiesta, aunque no
esté seguro de que el dicho sea así, tan simple
y estúpido.
Andrés, sin embargo, opina que el viajero no es un
viajero cualquiera. Considera, muy convencido, aunque no
tiene motivos, que debería tener entrada libre en
todas las casas, igual que las golondrinas en los desvanes,
trasteros y zaguanes, y que al caer la tarde bueno sería
invitarle a las cuevas a un vaso de vino y unas chuletas
para, alrededor de la lumbre, mientras la noche se extiende
sobre Gárgoles, escuchar de sus labios historias
viejas, relatos de otros caminos y otros pueblos, secretos
escondidos en arcones y baúles.
-¿Qué tal tu padre, el general?
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El cabo Cipriano, junto a Andrés, apoya su brazo
izquierdo sobre los hombros del muchacho. La mano del otro
sujeta la correa del mosquetón, que le cuelga a un
lado. El cabo Cipriano no espera ninguna respuesta a su
pregunta. El general vive recluido en sus habitaciones del
tercer piso de Villa Rosada, un caserón restaurado
en lo alto del Cerrajón del que nunca se le ha visto
salir desde que, hará unos seis meses, se estableció
en el pueblo de improviso. Se dice que está enfermo
pero, comentarios dichos a media voz y con miedo, que todos
se apresuran a olvidar, apuntan razones más oscuras
para ese encierro incomprensible. Porque, además,
el general no recibe a nadie, o a casi nadie. El párroco
de Gárgoles y una monja macilenta del convento de
clausura de Cifuentes son las únicas personas que,
fuera del círculo familiar, tienen permiso de visita.
Son visitas nocturnas, misteriosas, de las que nada trasciende.
Para el cabo Cipriano, que conoce todo eso, el padre de
Andrés es fuente de innumerables preocupaciones que
asume, no obstante, con gusto y disciplina, sin cuestionarse
nada, sin sacar conclusiones, no en vano el general es militar
de relieve, héroe de la Cruzada y, se rumorea, íntimo
amigo del Caudillo. El cabo Cipriano protege y respeta su
silencio y su secreto.
El viajero, que ya se ha afeitado, limpia la navaja y la
brocha y las guarda en el morral. Debe de ser más
de la una y el sol calienta de lo lindo. Los curiosos, poco
a poco, azuzados por el hambre o la calor, se han ido dispersando.
Un galgo negro lame el agua jabonosa que el viajero ha vaciado
del cuenco de barro, enseña los dientes en una mueca
de asco y da media vuelta en busca de frescura entre los
muros del parador. El cabo Cipriano, resoplando, se ha acercado
al viajero. Su obligación es hacer que los extraños
dejen de serlo, y más que nunca ahora que el general
vive en Villa Rosada. Le pide la documentación, la
examina, se la devuelve, le pregunta algunas cosas, se entera
que es escritor aunque no entiende muy bien de qué
ni para qué, le saluda y se va. Andrés ve
cómo atraviesa la carretera, seguido por su pareja,
cruza el río, pasa cerca de Santa Lucía y
sube la cuesta del Cerrajón para, cumpliendo uno
de sus deberes en la ronda diaria desde Trillo, presentar
sus respetos al general.
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“El viajero entra en el comedor, una habitación
cuadrada con el techo muy alto, y en el techo, las desnudas
vigas de castaño al aire…”
Andrés, aunque el viajero no lo mencione, también
entra en el comedor y se sienta en una mesa, no muy lejos
de la del desconocido.
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Hasta él llega el olor a ajo
de la sopa, de color rojizo por el pimentón. Del
plato se eleva una espiral de humo que obliga al viajero
a alejar el rostro, a remover el líquido ardiente
con la cuchara para enfriarlo, a probar un sorbo con cuidado.
La criada sirve un refresco a Andrés, como siempre
que el chico se deja caer por el parador, charla con él
brevemente, muy seria, y se aleja hacia la cocina. Antes
espanta con la mano dos moscas que revolotean alrededor
de su nariz.
-¿Cómo te llamas, niño?
El viajero ha optado por dejar que la sopa alcance por sí
sola la temperatura adecuada. No hay nadie más en el
comedor y hace rato que ha sorprendido la persistente atención
del muchacho a cada uno de sus gestos.
-Andrés.
-¡Ah!
-Andrés Gil de León.
El viajero, que es hombre letrado, advierte enseguida
que ese apellido no es de la Alcarria. Además le
suena de algún lado.
-¿De donde eres?
-De Tenerife. Pero mi padre es de Madrid. Mi padre es el
general.
-¿Qué general?
Andrés se encoge de hombros y repite:
-Pues eso..., el general.
-¿Un general de verdad, de los de estrella de cuatro
puntas?
-¡Claro!
-¿Y vivís en Gárgoles? ¿También
el general?
El viajero adivina una buena noticia para el libro que quiere
escribir. Esperaba, cuando salió de Madrid, cualquier
cosa en este viaje menos cruzarse con un general. Un general,
como mínimo, ocupará dos páginas, dos
páginas que podrían ser jugosas. Un general,
ya se sabe, da para mucho.
-Sí. Con mi madre y Genoveva.
-¿No tienes hermanos?
-No.
-¿Y te gusta este sitio?
Andrés permanece pensativo.
-El general -contesta-, dijo un día a mi madre que
debíamos mudarnos a Villa Rosada. Villa Rosada es
mi casa, la que está ahí arriba -y señala
una pared cualquiera.
Al viajero, que ha aprendido a leer detrás de las
palabras, no se le esconde que al muchacho no le agrada
demasiado aquella tierra, que en Villa Rosada es el general
quien decide y que sus órdenes no admiten discusión.
Porque Gil de León, por fin lo recuerda, es un tipo
duro y de cuidado.
-¿Andrés Gil de León, dijiste? ¿Es
tu padre el general de Africa? -al viajero no le importa
ser curioso, aunque como Merceditas en Brihuega, alguien
se le espante. Los libros no son más que un cúmulo
de curiosidades de sus autores y él va a escribir
uno de sus andanzas por la Alcarria. Pero no parece que
a Andrés le importune demasiado el interrogatorio-.
¿Podría charlar con tu padre?
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“El galgo
negro lo mira con atención y ni se mueve...”
A Andrés, años después, le hizo gracia
leer esa frase impresa. Porque lo cierto es que es él
quien mira al viajero con los ojos muy abiertos, sorprendido
por la pregunta, sin atreverse a hacer otra cosa que contemplar
como aparta el plato de sopa vacío y lo sustituye por
otro que contiene una tortilla de escabeche. Finalmente se
le escapa un no tímido e indeciso.
-¿No?
-El general está enfermo y no recibe.
-¿A nadie?
Andrés vacila antes de responder:
-Únicamente al señor cura y a una monja de Cifuentes.
Y a mi madre también. Yo no le veo nunca.
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Al viajero la voz de Andrés le suena triste, como
el tañido de una campana abriéndose paso a
través de la niebla. Piensa el viajero, sin embargo,
que seguramente la tristeza no esté en la voz, o
no del todo en ella, si no en el niño que le habla
y que le observa. La tristeza de un niño impregna
cuanto alcanza. Y, sin saber por qué, lo supone perdido
en la Alcarria, perdido en su propia casa, perdido entre
los suyos, lo que es, sin duda, la peor de las perdiciones.
Al viajero, de pronto, Andrés le produce una pena
infinita.
-Alguna vez sí que le verás, supongo. A los
padres siempre les gusta charlar con los hijos.
-Antes, cuando vivíamos en Sevilla, recuerdo que
le veía un poquito. Ahora nunca. Mi madre dice que
no le conviene.
- Bueno, si tu madre lo dice... -admite el viajero sin convicción-.
La debes querer mucho, ¿no?
-¿Ha estado usted en El Hierro?
Al viajero esta pregunta inesperada le deja en suspenso.
Es como tirar de un hilo y averiguar, así de repente,
que se ha desprendido de la madeja.
-Pues no, la verdad. ¿Y tu?
A Andrés se le escapa un gesto de decepción
al creer descubrir que aquel hombre es menos viajero de
lo que suponía. Y entonces no le interroga, como
también quería hacer, sobre Sevilla, ni le
pregunta por su colegio y por los compañeros a los
que no sabe cuándo volverá a ver. Sólo
le dice, con nostalgia:
-Sí. Mi madre es de allí. Y mi abuelo también.
-Bonito lugar, ¿no?
-Lo pasaba muy bien. Iba a pescar y mamá hacía
collares con las conchas que encontrábamos en la
playa -Andrés apoya la cabeza entre las manos, observa
fijamente al viajero y le pregunta-: Señor, ¿y
el mar? ¿Sabe usted donde está el mar?
-Muy lejos, muchacho, muy lejos.
Andrés suspira y calla. En el breve silencio que
sigue el viajero se arrepiente de lo que ha dicho. Porque
le hubiera sido fácil contentar al niño, poner
el mar, todo el mar y la isla entera de El Hierro entre
sus manos infantiles y, en cambio, lo único que supo
hacer es lo contrario: provocar que en la mirada de Andrés
asomen dos minúsculas lágrimas que a duras
penas el muchacho es capaz de contener.
“El viajero, después de comer, se suelta las
botas, pone el morral por almohada, se emboza con su manta
y se echa a dormir en el suelo...”
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Así está
escrito, pero así no fue como ocurrió. El viajero
no duerme, medita acerca de la soledad en el claroscuro silencioso
del zaguán del parador, cuando ya el mediodía
se inclina hacia la tarde y el pueblo se ha amadrigado bajo
el sopor de la siesta. La soledad de los niños, se
dice, es una vergüenza en la conciencia de los mayores,
es la alegría amordazada. |
El viajero imagina a Andrés,
el niño, detrás de alguna de las ventanas del
caserón que se levanta sobre la colina, en la otra
vertiente del valle: lo ve con la nariz y la frente pegadas
a los cristales y la mirada triste muy abierta hacia una tierra
extraña que alimenta en su corazón la amarga
semilla de la añoranza. Las nubes pasan delante suyo,
tal vez también un pájaro que emigra; el viento,
siempre peregrino, va y viene entre los árboles mientras
el río, en la hondonada, se persigue incansable a sí
mismo; por la carretera el destartalado autobús de
Floravilla desaparece en una curva. En Villa Rosada, sin embargo,
el tiempo y el espacio se han detenido porque desde ella no
hay caminos que conduzcan a parte alguna.
Villa Rosada es una jaula de piedra en la que Andrés
desgrana minutos que le saben a desesperanza. Pero la culpa
no es de la tierra, nunca lo es, se dice el viajero, si no
de los seres que la habitan. Y ante sus ojos, que el cansancio
y el calor mantienen en una relajante lasitud, semicerrados,
se le aparece la figura del general, autoritario, distante,
frío y silencioso, y la de la madre de Andrés,
una sombra confusa y sometida. De alguna manera, por algún
motivo, han abierto un foso que los separa y distancia de
su hijo.
“Desde Gárgoles sale una carretera que va directamente
a Sacedón y que corre varias leguas a orillas del Tajo...”
La carretera pasa justo por debajo del Cerrajón. Muy
arriba, encima de la colina, Villa Rosada se perfila contra
un cielo azul y claro. El viajero, apartándose un poco
de su ruta, decide acercarse hasta la casa. Por el camino,
que es duro y difícil, se cruza con un hombre que carga
un saco a sus espaldas.
-Hace calor, ¿eh?
-Lo hace, sí señor.
Ambos se detienen y se miran. El viajero se seca el sudor
de la frente con el brazo. Pregunta, señalando la casa:
-¿Vive alguien ahi?
El hombre deja el saco en el suelo y se sienta encima.
-Se nota que es usted forastero -responde con suspicacia-.
Y de lejos. Si fuese de por aquí sabría que
es la residencia del general. Todos lo saben.
El viajero simula haberlo olvidado.
-¡Ah, claro! El padre de Andrés, ¿no?
-Sí señor, el padre de Andrés.
-Buen chico. Le conocí en el parador. ¿Me podría
usted decir...?
-Depende. |
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“La
gente de Gárgoles es trabajadora, decidida, quizás
algunos un poco huraños...”
Escasa información ha conseguido el viajero del hombre
que ahora baja la cuesta y que de vez en cuando se gira para
observarle. Que las actuales campanas de la iglesia son un
regalo del general; que él no le ha visto nunca pero
sabe de sus méritos; que si está enfermo es
por España, por las penalidades de la guerra, por su
vida de sacrificios para salvar a la patria; que a lo mejor
se cuentan cosas pero que él duda de todas y que prefiere,
como Santo Tomás, Dios le perdone, no creer en nada
que sus sentidos no hayan comprobado.
-Además -ha añadido para terminar, mosqueado
por la insistencia del viajero y echando a caminar-, aunque
yo sea de tierra adentro he oído decir que por la boca
muere el pez.
El viajero presiente que la hosquedad de los naturales de
Gárgoles no es innata, sino impuesta. El general es
una losa bajo la que ha quedado sepultado todo el pueblo.
Pero en su cuaderno de notas apunta huraños, sin explicar
causas ni motivos. Ésa es la palabra que pondrá
en el libro. Ni quiere perjudicar ni meterse en líos.
Otros vendrán, tal vez, con la verdad por delante.
El sendero, que sigue subiendo, se bifurca a la izquierda.
Como no va a entrar en Villa Rosada, aunque se encuentra a
dos pasos, duda entre tomar ese desvío o regresar a
Gárgoles y seguir la carretera hasta Trillo. Opta por
lo primero y para hacer más agradable el trayecto se
agacha, arranca de la tierra seca unas ramitas de espliego
que acerca a su nariz, huele y luego coloca con cuidado sobre
su oreja derecha. En ese momento oye que le llaman:
-¡Señor! ¡Señor!
Es Andrés, asomado al murete de piedra que cierra de
un extremo a otro el porche de Villa Rosada. La tarde es limpia,
de una serenidad agobiante, y la voz del niño llega
hasta el viajero con absoluta claridad. Tiene los brazos alzados
y los mueve en un espontáneo ademán de amistosa
despedida. El viajero sonríe y le devuelve el saludo.
Andrés pregunta:
-¿Me diría usted su nombre?
-¡Faltaría más! Camilo, me llamo Camilo.
-Yo, Andrés.
-Lo sé, me lo dijiste antes -y se le ocurre añadir-:
¿Sabes? Sí que he estado en El Hierro. Lo había
olvidado.
-¡Oh! ¿Volverá usted alguna vez?
El viajero no acierta con la respuesta. Y es el muchacho quien
asegura:
-Yo seré escritor. Usted lo es, ¿verdad?
-Bueno, más o menos.
-Cuando sea mayor escribiré un libro sobre mi padre.
Un libro de muchas hojas.
El viajero, mientras se aleja de Villa Rosada, piensa que
a lo mejor el oficio de escritor no es el más adecuado,
que para encontrar la felicidad, el sentido de la vida, no
son muchas las palabras necesarias. A menudo basta con una
o dos. El general, seguro, es dueño de las pocas que
a Andrés le hacen falta. Entonces detiene el paso,
se gira y alza la vista hacia la casa. Y grita:
-¿Ves el río que corre por el valle? Síguelo
un día, sin apartarte de su curso. El te llevará
al mar. Y en el mar siempre habrá un amigo que te espere.
El viajero aguarda unos segundos. Andrés, bajo el porche
de Villa Rosada, no se mueve. Quizá no le haya oído.
O quizá sí, y sonría feliz por vez primera
en mucho tiempo. El viajero no repite lo que ha dicho. Da
media vuelta y sigue su camino. Gárgoles queda a sus
espaldas.
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El relato "El
viajero de la Alcarrria" fue galardonado con el Segundo
premio del Certamen literario “Villa de Medellín
2005” (Badajoz) y el autor reconocido con una nota de
agradecimiento del premio Nobel C.J. Cela, "Le agradezco
que mi libro le haya inspirado este relato"
Nota del autor: Las frases entrecomilladas pertenecen al libro
“Viaje a la Alcarria” de CJC. |
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Relatos
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