Una furia y
una rabia de color amarillo limón le hicieron levantarse
de la silla. Necesitaba aire, necesitaba pasear su odio, necesitaba
gritar al viento todo lo que llevaba soportando a lo largo
de días y días. No puedes hacer nada, Álvaro,
nada en absoluto, decía una voz en su interior más
profundo. Sí puedo, sí puedo, sí puedo,
claro que puedo, respondía un susurro similar al silbido
de la brisa, iré a buscarlo, hablaré con él,
le diré, le convenceré, le haré ver,
tal vez, quién sabe…
Descolgó el chaquetón del perchero situado junto
a la puerta, se calzó unos gruesos guantes, abrió
la puerta de su pequeña vivienda y salió.
Unos cachitos de niebla lo recibieron sonrientes y le golpearon
en las mejillas.
En su cerebro se repetían las imágenes del atentado
como una persecución sin principio ni fin. Tanta muerte
inútil, tanta pena inútil, tanta orfandad inútil,
tanta viudedad inútil, tantas tumbas inútiles,
tanta y tanta pena inútil. Un latido descomunal rebosaba
en su pecho plagado de rabia, o furia, o desesperación,
o dolor, un gran dolor arrasando por dentro, como jamás
había experimentado.
El camino hasta los acantilados transportaba más oscuridad
que de costumbre mientras la noche se columpiaba en el hilo
de las incoherencias. Los pasos de Álvaro parecían
barrenadoras aplastando la niebla.
Una silueta se perfiló contra el cielo. Allí
estaba. Allí estaba Lucas, el escultor, o Niho Galiano,
el terrorista, quieto, impasible, al borde del acantilado
como siempre, de cara a unas olas furiosas que reventaban,
respirando la misma brisa que el mundo que se dedicaba a destrozar.
Tendría que escucharle, tendría que atenderle,
tendría que razonar, era imprescindible, tendría
que hacerle renegar de sus creencias, o al menos intentarlo,
tendría que atender a razones, no podía seguir
en esa línea, porque Álvaro emplearía
todo su poder de convicción y le haría comprender
la inutilidad del camino que había emprendido hacía
años, y Lucas, el escultor, o Niho Galiano, el terrorista,
le escucharía, y hablarían y hablarían
durante horas mecidos en el rumor del agua, el sacerdote quizás
conseguiría lo que nadie había logrado porque
el terrorista se había confesado, y los terroristas
no se confiesan.
Lucas escuchó pasos en el camino, pero ni siquiera
giró la cabeza. Sabía quién era porque
allí se encontraban casi todas las noches y se dedicaban
a compartir sonidos, fragores, estrellas y el mundo a sus
pies sin palabras.
Álvaro se aproximó despacio. Un rayo de tinieblas
atravesó su alma desolada en tanto que los cuerpos
destrozados de las víctimas reventaban en su cabeza.
Ésas y otras víctimas. Tantas a lo largo del
tiempo. Llegó al borde del acantilado, se situó
detrás de Lucas, el escultor, o de Niho Galiano, el
terrorista. Hablaría con él. Procuraría,
debía intentarlo, y él le escucharía,
estaba seguro, porque se había confesado… Gritos,
pena, impotencia, fuego, llamas, interrogantes, odio. El sacerdote
quiso decir algo, pero le fue imposible, no pudo pronunciar
ni una palabra de saludo porque sería una incongruencia,
porque debería ser un adiós, porque ahora sabía
lo que tenía que hacer en nombre de tantas víctimas
inocentes. Sangre, aullidos, dolor, demasiado dolor desperdigado.
En una fracción de segundo menor a lo que dura el aleteo
de una sombra, Álvaro dejó la mente en blanco,
miles de excusas quisieron pasar por su cerebro pero las ahuyentó,
cerró los ojos, tembló un instante, estiró
los brazos y empujó a Lucas, el escultor, o a Niho
Galiano, el terrorista. Miles de lamentos retumbaban sobre
las olas. Gritos, ayes, pena, miseria dolor… Las manos
del sacerdote quedaron crispadas en el aire mientras el cuerpo
del terrorista, tras recibir el inesperado impacto, caía,
caía y caía al vacío absoluto envuelto
en un grito que permaneció colgando gélido entre
la bruma.
Una noche disfrazada de terror abrazó al mundo.
Álvaro ni siquiera oyó el sonido del cuerpo
contra las rocas del fondo. Permaneció quieto, muy
quieto, sin un mínimo movimiento, sin un solo pensamiento,
con la mente totalmente obstruida a cualquier sensación
que no fuera un grandioso alivio y una terrorífica
pena.
Jamás llegó a saber cuánto tiempo transcurrió,
tal vez horas o segundos. Los gritos de las víctimas
no dejaban de apuñalar su mente. En un momento específico
de la noche, el sacerdote despertó de un letargo agrio
y pertinaz, abrió los ojos y se miró las manos
como si jamás las hubiera contemplado. El cielo se
acurrucaba en un abanico de incógnitas. Y empezó
a comprender. Eran las manos de un verdugo, de un asesino,
como aquel hombre, Lucas, el escultor, o Niho Galiano, el
terrorista, igual, era lo mismo, y ahora se parecían
más que nunca. En su cerebro desquiciado empezaron
a encajar las piezas una a una. ¿Qué había
hecho? Él había librado al mundo de una alimaña
inmunda, lo que le hacía ingresar en el club de los
indeseables. Él era un sacerdote, no un asesino, pero
había quitado la vida a un ser humano, aunque aquello
no era un ser humano sino un monstruo, pero él era
un sacerdote atado por el silencio, nadie podría haber
impartido justicia, sólo él, sólo él,
sólo él… Dios mío, perdón,
¿qué he hecho?, perdón, perdón,
una vida, era una vida, igual que aquellas que Niho Galiano
cercenaba con su particular guadaña.
La oscuridad tragó el cuerpo agotado del sacerdote
mientras caminaba hacia el pueblo. Le pareció escuchar
el crujido de los remordimientos tras de sí. Con el
alma apretada entre fardos de dolor, se dirigió hacia
la iglesia, abrió la puerta y cayó de rodillas
ante el altar. ¿Qué he hecho? Perdón,
perdón, perdón, Dios mío, perdón.
El cuenco callado de la noche lo acogió entre sus brazos
y le infundió serenidad. La mañana le sobresaltó
entre lágrimas.
Cuando la luz atravesó las vidrieras impregnando el
suelo de distintos arcos iris, Álvaro se puso en pie,
permaneció unos instantes quieto, como queriendo grabar
en sus pupilas cada rincón del recinto, miró
a la figura del Cristo crucificado y se despidió de
Él para siempre.
Las calles del pueblo estaban vacías a esas horas de
la mañana. Sólo se oían los pasos del
sacerdote mezclados con los latidos de su corazón.
Llegó a la Plaza Mayor, acarició la piel del
mundo, respiró la vida, agradeció todos y cada
uno de los minutos de los que había disfrutado a lo
largo de su existencia y entró en el cuartel de la
Guardia Civil.
- Buenos días, padre Álvaro - saludó
Fulgencio, el guardia del puesto, simpático y bonachón
. ¡Qué madrugador está usted hoy!
Álvaro no respondió. Ni siquiera pudo sonreír.
- Dígame qué desea.
Su corazón fue un bombardeo de pesares que caían
formando surcos agrietados. Le embargó tanta amargura
que a punto estuvo de desfallecer. Repentinamente sintió
y supo con absoluta certeza que el mundo iba a derrumbarse
a su alrededor y nada podía hacer para evitarlo.
Un soplo de brisa entró por la ventana y le besó
en la frente.
- Vengo a entregarme. Acabo de matar a Lucas, el escultor.
El rostro de Fulgencio, boca y ojos muy abiertos, se transformó
en una máscara de duda, estupor e incredulidad.
Nadie supo jamás las razones que llevaron al sacerdote
a cometer tan deleznable acto. El silencio fue su eterno compañero
de condena.