Estoy sentada
en la playa.
Vive en mí
un miércoles
de invierno
y paseo de puntillas
entre mis sueños.
Aquel barco
se acerca sonriendo.
Sus habitantes
atracan en mi boca
y traen
—entre sus mares—
restos dulces de
sal.
Abro mis rizos
para protegerlos
del viento
y silenciosamente
me retiro
— abandonándolos
al despertar —
en el tierno rincón
de mi nostalgia.
Vigilabas fijamente mis pasos desde tus ojos. Desde todas
las arterias y venas de tu cuerpo. Celoso, acechabas mis
movimientos como presa ávida de mi piel.
—Dulce animal hambriento
de mi amor—.
Temías que me fuera, que desapareciera de tu lado;
que me desvaneciera y me convirtiera en sueño.
Pero yo me movía sin ser consciente de ello. Como
una serpiente perdida atrapada por el tiempo que se tornaba
inexistente; que se paraba en mis anillos, anidando horas
muertas en mis silbidos.
Y tú, cuando me encontrabas (absorta en cualquier
sueño o rincón), te enfadabas. Incluso me
gritabas con la mirada, preguntándome desesperadamente
que por qué me había ido…
Pero un minuto después
me abrazabas con tus besos,
intentando comprender
la frágil
incomprensión
de mi huída.
|