El clima
subtropical hace que la vegetación sea exuberante,
aunque sorprende que en este clima lujurioso nieve cada invierno.
[Recuerdo despertarme frente a un lienzo blanco, y salir a
la arboleda solo, con un abrigo de pana cuyos botones eran
cuernecillos de plástico que se trababan en una tira
ovalada, y vagar por la nieve, sacudiendo los troncos de los
árboles y sus ramas más bajas para que pareciera
que nevaba, y llenando los pulmones de un aire astillado,
que me acuchillaba por dentro. Era domingo]. Admiro los abetos,
los arces, los olmos y muchos otros cuyo nombre ignoro, pero
que tienden su dosel de clorofila sobre nuestras cabezas y
conforman un techo rotatorio, de cascabeleo lobulado, que
desprende zumba y azul. «El problema no es que la vegetación
no crezca, sino que crece demasiado», me explica D.
«Una casa vacía será devorada por la maleza
antes de un año». Un cornejo florido, de vez
en cuando, abre una puerta en el muro verde. En el tropel
de hojas, las flores brotan como jeroglifos voluptuosos. [Tenemos
un cuadro en el dormitorio que representa a un magnolio. Pero
es un fragmento de un cuadro mayor. Para celebrar alguna olvidable
efeméride, un antiguo jefe de Á. encargó
un gran óleo que pudiera dividirse en tantas partes
como empleados tenía, y le regaló una a cada
uno. Nuestro trozo contiene un impacto blanco: una flor, pero
nadie diría que es un árbol. Obra, pues, el
prodigio de ser figurativo y abstracto a la vez, y es su mutilación
lo que lo transforma de lo primero en lo segundo. A veces
he pensado que el cuadro podría ser el hilo conductor
de una intriga detectivesca (que nunca escribiré, como
tantas otras historias que se me ocurren): algo que hubiera
que reconstruir para hallar la clave de un asesinato]. Los
melocotoneros, por su parte [éste es el Peach State],
desprenden un olor algodonoso, y acogen a las abejas con un
estertor de abrazo.
El césped de los jardines está inmaculado. Cortarlo
es un deporte nacional. La bandera que ondea a la puerta de
muchas casas le confiere, incluso, una dignidad institucional.
[En algunos se ha clavado también un cartel con los
diez mandamientos; en otros hay gnomos de escayola]. Pero
complace su visión cuadrangular, en la que irrumpen
las ardillas y las libélulas, y que proyecta sombras
anaranjadas, cuyos bordes picotean los herreruelos.
La cerveza es adecuadamente amarga, y nos acodamos en la barra
como parroquianos acostumbrados a ahogar sus penas en alcohol.
D. ha perdido el brillo de la juventud en la mirada. Conserva
su festejada capacidad para el understatement, pero sus pupilas
proclaman que la realidad le ha maniatado el alma. [A cierta
edad, uno ya no vive: sobrevive. ¿Y si esa edad fuera
la del nacimiento?]. En el local se acumulan los colores.
La gente habla alto y, a veces, ríe. Algunos fuman.
Suena la voz floral de Billie Holiday, que fue prostituta
y yonqui, en el hi-fi del antro. No es domingo. Escucho a
D. contarme que alguien le había confesado en Brasil,
en una conversación íntima, que se había
acostado con veintidós mujeres desde que estaba casado
[«¡Es que soy un hombre!», había
puntualizado su interlocutor, con un deje de asombro por tener
que dar una explicación tan obvia; además, era
brasileño]; lo más extraordinario era que aquel
macho inexorable recordara el número exacto de beneficiadas.
Veo a los camareros trasegar pintas y destornilladores, coca-colas
y güisquis, con impostada naturalidad [necesaria para
justificar la propina], y yo mismo trasiego un léxico
agujereado, subjuntivos vacilantes, recuerdos como el papiro
—amarillean, pero aún crujen en los labios—,
confesiones que no me hagan merecedor de su desprecio, como
la del brasileño. Observo lo refrescantemente barroco
del lugar frente al infierno suburbial en el que nos encontramos:
aparcamientos como páramos; restaurantes atrozmente
iguales; supermercados de fealdad gloriosa; gasolineras decoradas
por un paranoico con estudios de mercadotecnia en alguna universidad
de Idaho: unas afueras que podrían ser todas las afueras,
o que podrían ser el centro.
Cerca de allí anduvimos una noche. Cubrimos la milla
y media que nos separaba de la plaza mayor de Decatur, y tomamos
otra cerveza en un local con música en directo. [En
el centro de la plaza, como en tantos otros pueblos del país,
se encuentran los juzgados. La justicia —aunque sea
allí cruel— preside la vida de la comunidad;
en muchas localidades inglesas es el ayuntamiento; en España,
la iglesia]. Hacía calor: ese calor pétreo que
arrastra pedazos de humus y de sol, y que enloquece a los
insectos. [Junto a los tribunales, la inevitable estatua del
soldado de la Confederación, con una manta en bandolera
y la bayoneta calada]. Un vagabundo estaba sentado a una mesa,
con la mirada perdida. Era un vagabundo esdrújulo,
de nariz acalabazada y barba cósmica; la ropa —una
chaqueta de camuflaje, un pantalón de chándal,
una gorra de John Deere [la marca preferida de maquinaria
agrícola, en los veranos de mi infancia, entre los
niños de Azanuy; incapaz de distinguir un tractor de
un volquete, me asombraba de cuánto les gustaba a aquellos
muchachos contemplar una cosechadora]— se le arremolinaba
en el cuerpo como a un tuareg. Cargaba una bolsa grande como
el mundo, rechinante de colores y de mierda, y se atrincheraba
en un silencio tan largo como los tragos que dispensaba a
la botella de la que era apéndice. Desprendía
un hedor amable, mezcla de roña y vainilla, y le orbitaban
mosquitos, que ni siquiera se preocupaba de espantar, fiado
quizá a la coraza de su mugre. Esgrimía minúsculas
dignidades, como la forma, císnica, de sostener el
vaso de plástico, o el cuello, esbelto como el trazo
de un calígrafo japonés. De pronto, recuperó
la mirada extraviada [la trajo de alguna próxima lejanía,
donde acaso se demorara en cuerpos incorpóreos, en
realidades horras de realidad] y nos la dio como una aguja
que no hería.
La música provenía de una garganta sudorosa.
Calzaba esas chanclas de dedo que antes sólo se usaban
en la playa, pero con las que ahora se va a la ópera.
El muchacho se quejaba de las actuaciones sin recompensa y
de las millas interminables. Era de Texas. Cuando cantaba,
se le torcía el rostro y adquiría una expresión
vagamente subnormal. Pero cantaba bien, aunque con mayor desgarro
del necesario: hay cosas que inspiran más tristeza
si no se dicen con tristeza. Preguntó, en una transición,
si alguien vivía cerca; en ese caso, le agradecería
que le permitiese ducharse en su casa, porque estaba empapado
—sudaba, y había empezado a llover— y se
sentía sucio. Yo bebía cerveza amarga. El vagabundo
dejó la terraza con la bolsa pánica al hombro,
y se adentró en el bar. El tejano, ingenioso y naïf
—quizá judío—, señaló
que, aunque apenas ganara nada, le bastaba con que le dejasen
cantar sus canciones: una afirmación que sólo
suscribiría un adolescente o un sabio. Tenía
buena voz, pero había de moderar aquellas muecas. Caían
gotas gruesas como ojos. |