MEMORIAS
DE LO IMAGINADO |
Ilustración tomada del blog "filoposvida"
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Me llamo Garamonda y soy
ya muy vieja, tanto que ni yo misma sé calcular mis
años. El tiempo ha pasado en mi vida como pasan las
noches dormidas para los que las duermen: insensiblemente,
como a traición.
Un siervo de la gleba se levanta a la hora en que sale el
sol para abordar su penosa tarea. Las dulces horas del descanso
nocturno se le han resbalado entre los párpados sin
dejarle más que el deletéreo recuerdo de lo
soñado. Igual que ese siervo me asombro yo de que los
días de mi vida se me hayan deslizado sin remedio,
dejándome apenas el ambiguo sabor de lo vivido sin
plenitud ni goce. |
Ahora que ya soy una vieja decrépita, la gente, esa
masa sin alma de seres crueles, me deja en paz y me permite
recogerme en mí -sin tener que preocuparme en ocultarme
- para hacer balance de mis acciones recordadas.
Pero me sobreviene la duda de cuáles de mis recuerdos
son reales y cuáles ficticios. No obstante, es hora
de recapitular sobre los hechos que jalonaron el camino de
mis días y poco importa la veracidad de mis recuerdos,
puesto que nadie fue cronista de mi vida, más que yo
misma. Mi memoria flaquea pero, flaca y todo, es mi única
compañera en estos tiempos de ocaso vital. Ella me
permite revivir mi pasado y yo me permito creerla, aunque
sé que se ha vuelto mentirosa y amiga de fantasear
como si fuese juglar o juglaresa, pues es memoria femenil
y todos tachan a la mujer de ser mentiroso. Mi frágil
memoria es la voz que me interpela en mis solitarias tardes.
Desde rapaza solía fabricarme recuerdos de cosas que
nunca me sucedieron de verdad. Me hice alquimista de la memoria.
También hablaba sola, pues no hubo quien mostrara deseos
de conversar conmigo en amor y compaña. Sola estuve
siempre y llegué a estar mejor así que con personas
cerca.
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Me llaman Garamonda la Meiga
y vi la primera luz en las montañas de Galicia. Mi
madre me abandonó, o murió - eso no lo supe
nunca- siendo yo tan pequeña que no conservo ninguna
imagen de ella en la memoria. En cuanto a mi padre, dicen
los aldeanos que ni ella supo con seguridad quién era,
así es que menos pude saberlo yo.
Empero, la circunstancia de no saber nada de mis padres me
permite imaginarlos a mi antojo. Me gusta crear en mi mente
el recuerdo inexistente de una madre hermosa sobre toda ponderación,
lirio entre mujeres, y de un padre apuesto y gentil fenecido
en una heroica acción guerrera. Pensarlos como los
hubiera querido no los hace verdaderamente así, pero
a mí me sirve de consuelo. Y a fe que lo necesito,
pues la vida ha sido casi un castigo para mí y nadie
se ha mostrado piadoso conmigo. |
Crecí medio salvaje, abandonada y fea, terriblemente
fea, según la opinión general. Una mancha púrpura
cubría casi toda mi cara. Nací con ella para
mi desgracia. Las gentes decían que era la marca que
los muchos besos que el Diablo- mi padre decían que
era- me habían dejado. Cuando fui ya una moza, aún
se acrecentó mi fealdad. En el lugar los que se cruzaban
conmigo hacían la señal de la cruz tal y como
si se hubieran encontrado con el Diaño. Yo para defenderme
me acostumbré a hacer burla de los pusilánimes
y los beatos sin alma que tal afrenta me hacían, llamando
hija de Satanás a quien, como yo, ningún mal
les había causado.
Día tras día fue creciendo en mí el odio,
alimentado por los dichos que contra mí corrían
por aquellas montañas y la inquina iba creciendo dentro
de mi sangre como la peste crece en tiempos de epidemia. Sí
era verdad que yo era monstruosa, pues amén de haber
nacido con la mancha que ya he dicho que tenía, de
nena había caído en una hoguera y me había
quemado el rostro y el pelo, sin el que me quedé para
siempre. Pero todavía más horrible fueron haciendo
mi interior las gentes que murmuraban falsedades sobre mí.
Había quien afirmaba haberme visto en compañía
de un enorme Macho Cabrío que fornicaba conmigo mientras
pisaba con sus pezuñas la tumba del santo ermitaño
Radegundo, que se venera en la aldea, había quien contaba
que me había visto fabricar una poción con el
veneno de seis culebras, seis alacranes y seis hongos ponzoñosos,
en memoria de los tres seises que gusta tatuar a sus elegidos
el Demonio. Incluso había quien juraba que yo tenía
poderes maléficos de los que era mejor guardarse y,
para apoyar su dicterio, contaba algún hecho adverso
que le había acaecido a él y me lo achacaba
a mí. Decían que yo echaba mal de ojo a los
que me miraban con prevención y los hacía enfermar
de males diversos. Así pues, me temían y me
odiaban.
No creo que yo viniera a este desgraciado mundo bajo el signo
del Mal, pero sí con la estrella más adversa
de las que señorean el firmamento.
Mucha verdad es que de lo malo no puede salir nada bueno,
y malo era todo lo que se decía de mí y peores
las miradas que me lanzaban de soslayo los que me encontraban
a su paso.
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Huyendo de esa hoguera de calumnias, busqué refugio
en el bosque. Me fui a lo más enmarañado de
su entraña verde y musgosa. No tardaron en acudir a
visitarme, en secreto, los que verdaderamente amaban el Mal
y crédulamente habían acogido cuantas patrañas
corrían de boca en boca sobre mí, aunque entonces
no tenían fundamento alguno. Digo “entonces”
porque luego sí tuvieron algo de verdad. |
Yo me moría de hambre y de soledad y esos visitantes
me traían presentes como a una sacerdotisa del Maligno,
lo cual me permitía alimentarme y recibir una adhesión
impensable en los tiempos en que me acercaba a la aldea a
limosnear y todos me trataban a patadas como a perro sarnoso.
Sin embargo, allí en mi cueva del bosque, entre los
helechos gigantescos, yo era una meiga respetada, aunque al
principio mi maldad fuese una impostura. Pero no me dejaba
la vida otro camino y yo eche a andar por el que se abría
ante mí. Afirmé saber de hechicerías
y de males de ojo que dejaban a mi merced al que me desagradaba.
De esta forma, mitad por voluntad, mitad por miedo a mis malas
artes, mis seguidores comenzaron a rendirme tributo y luego
sus hijos y los hijos de sus hijos por tradición casi,
pues los iba sobreviviendo y mi longevidad los afirmaba más
en su fe en mis poderes. Los años han pasado como pasa
el agua por debajo de un puente y mi fama ha ido en aumento.
El misterio que desprende mi figura horrible y viejísima
hace aún más creíble mi filiación
con el Diablo.
Tengo que reconocer que aunque no vendí el alma al
Maligno, sí la vendí a la maldad de los hombres,
que no tuvieron caridad para conmigo cuando fui desgraciada
y llorosa a implorársela y, sin embargo, me rindieron
pleitesía cuando creyeron que yo era malvada. Aman
los perversos la perversidad, tuve pues que darles lo que
me pedían. |
Quisieron que
fuese una bruja, y yo lo fui. Requirieron de mí las
malas artes que yo en verdad no tenía, y las adquirí
para satisfacerlos y alimentarme yo. Necesitaron una intermediaria
entre su mezquina maldad y el Mal Inmenso que habita el Averno,
y yo me presté a serlo.
Solamente me permití vivir otra existencia mejor en
mi imaginación. Ahí, en el arcano insondable
de mi corazón fui bella y buena, fui apacible y amada.
Alimenté la ilusión de algo que no sucedió
jamás. Pero ahora, que soy tan vieja que ya nada importa,
deseo olvidar que fui una horrible bruja, que escapó
de la hoguera de la Santa Inquisición escondiéndose
en un bosque impenetrable. Son mis últimos días
y haré balance de mi vida imaginada, en la que yo fui
yo de verdad. |
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Tras la amargura de lo vivido, dejadme paladear el dulce recuerdo
de lo imaginado. Al fin y al cabo el tiempo se acaba y muy
pronto la Parca me igualará con todos los muertos.
Mientras llega ese día, evocaré la vida que
no tuve de veras, o quizás sí, quién
se acuerda ya. El tiempo ha pasado. También mi dolor
pasará. |
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Relatos de © Rosa Cáceres, seleccionados
por la autora para la revista mis Repoelas:
Amada profunda ~ : ~ Asusta
viejas ~ : ~ Un cyrano cualquiera
Memorias de lo imaginado
(Todas las obras se encuentran protegidas por los Derechos
de Autor) |
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