AMADA
PROFUNDA |
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Los buceadores de la zona
decían que la estatua era romana. Probablemente estarían
en lo cierto, porque en aquellos fondos eran frecuentes los
pecios de aquella época en que las naves del Imperio
hacían sus periplos trasportando ánforas llenas
del preciado garum desde las costas de Hispania y trayendo
de los puertos de la costa itálica bienes suntuarios,
tales como refinados muebles y esculturas de mármol
para adornar las villas de los ricos colonos -entre los que
había incluso patricios- que se habían decidido
a establecerse en las costas más occidentales del Mare
Nostrum.
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En cuanto a los templos erigidos en honor de los dioses, también
precisaban de representaciones escultóricas, naturalmente.
Así pues, el trasiego de naves de una península
a otra era nutrido, pero por razones tanto de economía
como de tiempo, ya que los que fletaban las naves se mostraban
tan impacientes en recibir la carga como remisos en abonar
a los armadores el coste del viaje, las naves se cargaban
las más de las veces por encima de su capacidad y navegaban
trabajosamente con la línea de flotación de
los cascos peligrosamente hundida contra toda prudencia. Eso
explicaba que con cierta frecuencia alguna se fuera a pique,
llevándose al fondo del mar la mercancía embarcada
y las ilusiones de su dueño.
La hermosa estatua- probablemente, representación de
una diosa, tal vez Juno- sería una de estas piezas
que alfombraban los fondos marinos del Golfo de Mazarrón,
entre praderas de posidonia. Del pecio que la trasportaba,
que en su día fue nave de carga, nada había
quedado, al menos eso parecía a simple vista, pues
pocos buceadores bajaban a la profundidad en que se hallaba
la escultura. Alguna que otra vez, dos o tres se retaban a
descender hasta la Diosa, como la llamaban entre ellos, pero
realmente apenas llegaban a una distancia de dos metros sobre
la cabeza de la escultura- erguida y en pie, como si alguien
la hubiera puesto cuidadosamente sobre su pedestal- consideraban
culminada la hazaña y emprendían el ascenso
a cotas de menor riesgo.
Los arqueólogos no habían fijado aún
su atención en aquella joya de mármol cubierta
de adherencias marinas. Su campo de estudio era enorme en
la zona, ánforas en cantidades más que considerables,
áncoras de madera y de hierro, tablazones, mascarones
de proa y otros restos eran sacados a superficie y sometidos
a la limpieza de conservación pertinente para engrosar
luego los fondos de alguno de los museos de la Región.
Además, los mayores esfuerzos de esos profesionales
se centraban ahora en la segunda de las naves fenicias halladas
en el litoral mazarronero, sumergida a pocos metros de profundidad
en la playa de La Isla.
La Diosa estaba en el Bajo de Dentro, un abismo submarino
en el que los armadores solían hundir los grandes pesqueros
que se habían hecho demasiado viejos para su función.
Aquella sima alojaba incluso algún que otro buque de
guerra de Cartagena. Los barcos servían de arrecife
artificial en que se refugiaban los peces y establecían
su territorio congrios y morenas de amenazador aspecto.
La majestuosa Diosa romana parecía reinar en aquel
espacio en penumbra azul. El buceador extranjero la había
visto por primera vez una mañana, hacía veinticinco
inmersiones -él contaba los días por inmersiones,
y más desde que descubrió a la Diosa- en que
se había sumergido, provisto de dos botellas de aire
y de su ordenador de buceo, en aquel abismo frecuentado por
los submarinistas, si bien casi ninguno bajaba hasta el fondo.
El extranjero siempre buceaba en solitario, costumbre imprudente
e incluso temeraria en ese deporte, pero asumía todos
los riesgos gustosamente porque le resultaba imposible aceptar
compañía alguna en sus inmersiones. |
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Para él eran momentos
de unión casi mística con el mar, con el origen
del mundo, con su yo más secreto que sólo en
las profundidades se le mostraba, revelándole el arcano
del sentido de su existencia.
Cuando descendía a cotas de profundidad peligrosas
para un buceador deportivo , se producía en él
un momento de mimetismo con las criaturas marinas, una ósmosis
con ese mundo subacuático al que la luz solar llegaba
filtrada a través de metros y metros de agua salada,
tornasolada en los reflejos de un imposible y mágico
arco iris. Experimentaba entonces un éxtasis sensorial
que borraba de su pensamiento consciente todo cuanto no fuera
aquel azul profundo en que se cimbreaban las algas y se deslizaban
silenciosamente los peces de escamas de plata y gráciles
aletas. |
El buceador extranjero creía firmemente que el origen
de la vida estuvo en el mar. Tal vez por esa razón
se sentía más vivo que nunca cuando buceaba,
porque percibía que regresaba a un primigenio hogar
olvidado por el hombre y a la vez intensamente añorado,
de alguna forma inexplicable. No había experimentado
hasta entonces nada semejante.
Sin embargo, ahora lo que sentía era que discernía
por fin toda una cosmogonía propia, una teoría
esclarecedora, al menos para su universo personal. Ella, la
Diosa, se la había revelado, simplemente con la serena
hermosura de sus rasgos de sublime perfección que él
había tenido el privilegio de admirar, porque él
sí había bajado hasta donde ella estaba y la
había tocado para asegurarse de que no era un espejismo
dictado por una de esas borracheras de las profundidades que
llena de euforia a los que las padecen, y la había
cortejado nadando a su alrededor e incluso, quitándose
de la boca el regulador, la había besado en los labios.
El beso, necesariamente breve, lo había sacudido por
completo como si una súbita corriente de dulce electricidad
lo hubiese recorrido adentrándose en sus venas. Eran
unos labios frescos y firmes, pero vivos, misteriosamente
más sugestivamente vivos que todos los labios que él
había besado en su vida. Nunca se había sentido
alcanzado en el centro exacto de su sensibilidad como le había
ocurrido tras el efímero contacto de su boca con aquellos
labios de mágico atractivo.
Cuando ascendió por fin, lo hizo porque no tenía
más remedio. El aire de sus dos botellas se le agotaba
rápidamente –reconocía que no podía
controlar su respiración como lo hacía siempre-
y su ordenador de buceo le advertía con fríos
datos numéricos que no podía esperar ni un segundo
más si quería guardar las obligadas paradas
de descompresión en su ascenso. Si se quedaba un momento
más, desafiando toda prudencia, no saldría indemne
a superficie, quién sabía si ni siquiera lograría
emerger con vida. Desechó la tentación, temeraria
y hasta suicida, sin embargo, una especie de embrujo emanado
de la estática belleza de aquella divinidad aposentada
en el fondo del abismo azul -dotada de un misterioso aliento
vital que se tornaba más poderoso a cada instante-,
lo atraía irresistiblemente, como un imán que
arrastrara una fibra desconocida de su ser, una fibra intuida
desde hacía tiempo, pero no patente hasta aquel momento
en que se manifestaba con pujanza, reclamando para la Diosa
del mar el primer puesto en la escala de sus intereses, porque
no se le ocultaba que, de algún modo incomprensible,
estar junto a Ella se había convertido en un deseo
ardiente, capaz de poner en ebullición su sangre, incluso
en el refrigerante ambiente de las profundidades subacuáticas.
El submarinista salió a superficie y subió a
su pequeña lancha motora fondeada en uno de los dos
fondeos existentes en el Bajo, dos “muertos” de
hormigón provistos de una larga cadena terminada en
una boya con cabos a los que se podían amarrar los
barcos. La zona era demasiado profunda para que ninguna embarcación
pudiera echar el ancla.
Una vez a bordo, se despojó del equipo ligero y del
equipo pesado y se tumbó en cubierta, cerrando los
ojos para mejor gozar la imagen de la Diosa, guardada por
su memoria visual. En su mente se dibujaron los armoniosos
rasgos de belleza antigua e inmarcesible, ahora sobre un fondo
rojo como el fuego. El sol, atravesando con su radiante luminosidad
la delicada cortina de sus párpados cerrados, enrojecía
su cielo adivinado y también las mejillas de la Diosa.
Así, dotada de un calor prestado por el astro rey,
la deidad parecía insinuar la promesa de un beso inigualablemente
deleitoso con la suave curvatura de unos labios también
rojos como ígneos pétalos de una flor de sangre
y pasión.
El buceador enamorado abrió los ojos a un cielo claro
y azul en el que flotaban manchas incandescentes, a modo de
inquietas centellas de luz y sombra que provenían de
la alteración de sus retinas y que tomaban la forma
de la silueta de su hermosa amada, que habitaba en el abismo
marino y también en el abismo escondido de su deseo.
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Desde aquel día, el extranjero la visitó asiduamente.
Junto a ella, nadando a su alrededor, cortejándola
y adorándola, contemplándola a través
de su máscara de buceo y besándola cuando se
despojaba del regulador, pasaba todo el tiempo que le permitía
la carga de aire de sus botellas. Pero ese tiempo le parecía
cada vez más insuficiente para calmar su ansiedad de
sentir la cercanía de su amada del mar.
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Ya le era imposible
vivir lejos de ella. La silenciosa figura le inspiraba un
anhelo infinito de una paz utópica si se pretendía
buscarla en el agitado mundo terrestre.
Una decisión fue naciendo en su obnubilada mente trazándose
en líneas de acción progresivamente más
precisas hasta completarse y adquirir firmeza. Luego fue madurando
hasta eclosionar en un designio desprovisto de vacilaciones,
sin veleidades de vuelta atrás.
Embarcó en su lancha llevando el equipo al completo.
Llegó al punto concreto que buscaba. No se molestó
en fondear la embarcación: Se puso el neopreno, el
chaleco, su cinturón de plomos, las dos botellas, su
máscara, su regulador y sus aletas. Ajustó maquinalmente
su ordenador de buceo a su muñeca izquierda y se dejó
caer de espaldas al agua. Inició el descenso hacia
el lugar en que era esperado- estaba seguro de ello- por la
Diosa. Aquel era el reino de su amada profunda. Fue un descenso
glorioso, exaltadamente ilusionado. Él era un novio
que estaba seguro de ser correspondido en su amor, deseado
con anhelo expectante.
El rostro de la amada le pareció más bello que
nunca. Sus ojos serenos parecían contener promesas
eternas. Esta vez, como todas las demás veces anteriores,
tampoco se dijeron nada. No era necesario. Les bastaba con
estar allí, en la intimidad rumorosa de las aguas mediterráneas,
casi en penumbra, sólo observados por los mudos peces,
testigos discretísimos de sus amores. El buceador extranjero
creyó ver que los delicados labios de la Diosa se curvaban
levemente en una sonrisa invitadora, ofreciéndose,
alentadores, insinuantes, prometiendo el premio supremo: el
beso que sellaría su entrega mutua. El beso de su amada
profunda sería un beso con sabor a sal, inconmensurablemente
placentero, intenso, mágico que lo trasportaría
a otra dimensión y al éxtasis que él
ansiaba conocer y que le llegaría desde aquellos divinos
labios sonrientes.
Un pez se acercó impulsado por sus aletas y se detuvo
ante la estatua, como si la contemplara enamorado. Con gráciles
movimientos se aproximó hasta aquellos labios que el
buceador adoraba y aparentemente los besó prolongadamente,
con fruición golosa. Seguramente buscaría alimentarse
de algún parásito adherido al mármol
de la estatua, pero al hombre –alucinado doblemente
por su obsesión demencial y por una delirante borrachera
de las profundidades- le pareció que el animal marino
era un rival que le disputaba la posesión total de
su amada. No pudo soportarlo. Con iracundos braceos lo ahuyentó.
Aquella absurda explosión de rabia hizo que su respiración
se agitara y que aspirara mayor cantidad de mezcla gaseosa
de sus botellas.
El buceador extranjero echó una ojeada a su ordenador
de buceo. Con una extraviada alegría leyó sus
indicadores. Ya no le quedaban reservas de aire suficientes
como para subir cumpliendo las obligadas paradas de descompresión.
Pero es que, además, él no quería abandonar
a su amada, no podía consentir que se quedara allí,
sola, asediada por los peces e indefensa. No, no lo haría,
no la dejaría nunca más. Deseaba unirse para
siempre a ella, a su amada de las profundidades. Estaba decidido
a olvidar su pasado modo de vida en superficie.
Liberó su muñeca izquierda del aparatoso ordenador,
que cayó al fondo posándose en él como
un extraño crustáceo. |
Después
se desprendió del la pesada botella y la dejó
caer sintiéndose así más libre y ligero.
Por último, se despojó del regulador y de la
máscara de buceo. Su visión se enturbio entonces
y el regulador le pareció un cefalópodo de largos
tentáculos que se alejaba de él, según
iba cayendo para quedar escondido entre la algas.
Su consciencia iba abandonándolo huyendo de él
con el último aire de sus pulmones. Se ahogaba, sorprendido
de su propia asfixia
Su raciocinio, extraviado en los laberintos de la demencia,
esperaba aún el prodigio con que había soñado
recurrentemente: creía que el beso de la Diosa le daría
la inmortalidad que deseaba gozar junto a ella, en aquel reino
azul, de agua y silencio. |
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Con un desesperado esfuerzo se aproximó a la estática
figura y juntó a sus labios de piedra los suyos de
agónico aliento. La besó, la besó hasta
morir. La amada profunda y el mar acogieron al enamorado buceador
extranjero. |
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