Éramos muchos los que trabajábamos en el Yacimiento
de Guete. Toda clase de científicos, acreditados e
investigadores antropomorfistas pululábamos por la
excavación arqueológica romana. Después
de dos años en los que sólo habíamos
hallado dinero y algunos restos de vasijas y jarrones, yo
pensaba que era entonces cuando estábamos a punto de
encontrar algo grandioso de cuando cayó el Imperio
de Occidente.
No parecía que los demás estuvieran tan ilusionados.
Por esos días en el campamento hubo una especie de
epidemia con fiebres, cefaleas, dolores gástricos,
picor de ojos y fuertes toses; los médicos mandaron
a todos los enfermos a casa, y se decidió estancar
toda la obra durante una semana.
Hubiera sido fantástico disfrutar de unas vacaciones
en Guete si me hubiera enterado de la interrupción
de los trabajos. Yo estaba durmiendo cuando se tomó
la determinación, y al día siguiente me levanté
extrañada al no ver a nadie por los caminos.
Continué limpiando el lugar que me habían adjudicado,
y me pareció que algo rectangular de oro asomaba desde
el suelo. Ya que estaba ahí sola me esforcé
todo lo que pude en sacar el cofre de ahí. Durante
tres días no dormí siquiera, cegada por ver
lo que contenía.
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Cuando tuve delante el baúl bordado en piedras preciosas
y brillantes gemas, quise abrirlo, pero caí desfallecida
al no poder hacerlo.
Luego, cuando ya hubo anochecido, me
incorporé y contemplé absorta que la caja estaba
abierta; sentí como si alguien me mirase desde atrás…
Me giré y casi me abofetearon sus grandes ojos. Lo
último que vi de ella fue su manto, tapizado en oro
y piedras preciosas, como las del cofre de donde había
salido. |