"LA MÁS CRUEL DE LAS CERTEZAS"
(Baile del Sol) |
Se
hacía de noche y teníamos que dejar Machu Picchu.
Subimos al tren, que por alguna razón demoraba su partida. |
Al parecer, muchos campesinos pobres
y vendedores ambulantes querían también acomodarse
en los vagones, a pesar de no tener billetes. Bastantes vencieron
la escasa resistencia de los revisores y la virulenta oposición
de los pitucos, ocupando amedrentados los pasillos estrechos.
Cuando cedí mi asiento a una anciana de rasgos incaicos
para hacer ostensible mi simpatía por los indígenas
y mi desprecio por los oligarcas, se oyó una voz tonante
que dijo, alto y claro:
«¡Españoles, misioneros de mierda!».
Yo, agnóstico convencido, nunca creí que semejante
imprecación me fuera a llenar un día de orgullo.
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Guarda siempre tus auténticas intenciones a buen recaudo
y lejos del escrutinio general. Lanza un señuelo que
exceda con mucho tus propósitos. Rebájalo después,
en un acto simulado de generosidad, y aquello que antes de
mala gana era admitido por los antagonistas, ahora se te agradecerá
como un regalo. Siguiendo este truco, muchos reyes que querían
deshacerse de los conspiradores dictaban su ejecución
para conmutarla con posterioridad por la pena de destierro,
y de esta manera eran considerados magnánimos en vez
de crueles.
Lo más terrible es que no hace falta ser un depravado
para violar mujeres, secuestrar niños y arrasar aldeas.
En la guerra basta con recibir el adiestramiento necesario y
ponerse en situación; entonces un anodino oficinista
de los Balcanes, un simpático mecánico de Oklahoma
o un laborioso campesino de Uganda es capaz de hacer lo que
jamás creyó que podría haber hecho.
Chapotean las carpas en el pantano con el mismo entusiasmo que
un bebé durante su baño diario. Yo no quiero pescar
ninguna. Me conformo con observar el rito de apareamiento mientras
el mirlo entona la balada nupcial. Cuando baja el nivel del
agua, en el lecho quedan al descubierto lavadoras, neumáticos,
escombros y sillas plegables: trastos inútiles que descansan
sobre el légamo pegajoso, esperando que alguna de estas
carpas idiotas comprenda su funcionamiento imposible.
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Dicen que enloqueció de tanto mirarse
por dentro, pero yo sé que otras fueron las causas: cuidaba
un canario con verdadero esmero; en la tertulia de los domingos
era recibido como un camarada; sus hijos, a los que apenas escribía,
nunca faltaron en Navidad ni en sus cumpleaños; después
de comer se daba un pequeño paseo con su viejo automóvil
por los caminos de siempre. Estas cosas lo mantenían
a flote, y, poco a poco, las fue perdiendo: el canario murió,
disolvieron la tertulia, los hijos emigraron y no consiguió
renovar el carné de conducir. Entonces supo que tenía
que abandonar este mundo de una u otra forma, y el suicidio
le acobardaba. |
Me he puesto a gritar en mitad de la calle. Algún
transeúnte, después de alarmarse, puso cara
de sorpresa y siguió caminando. La rutina urbana
de las doce del mediodía continúa inalterable:
el barrendero barre, el perro mea, el coche acelera, el
policía patrulla… A nadie le importa que a
mí no me importe nadie; en eso debe consistir la
indiferencia que se cuela por los subterráneos y
se pega a la suela de nuestros zapatos con la insistencia
de un chicle mascado. Tengo que irme antes de que alguien
considere mi protesta un desorden público, tan subversivo
como el mal aliento, como el sabor a nicotina o como bostezar
en un concierto. Si mañana otro hace lo mismo que
yo, si yo mañana hago lo mismo que otro, si unos
cuantos gritamos y al menos dimite el gobierno que se apropió
indebidamente de la castidad de un lirio, habrá comenzado
una revolución insignificante, las únicas
que merecen triunfar.

Solo no soy nada, me subsumo y me abismo, pierdo pie y
me caigo, desaparezco y me borro. Reconcentradamente indistinto,
igual de gastado que una fregona. Inútil incluso
para lo mínimo. Junto a vosotros, en cambio, revivo,
crezco, esponjo. En el pelotón se compacta la masa,
toma forma la forma, la levadura hace subir el bizcocho.
Menos mal que estoy dentro de esta bola de cebo, de este
cardumen adiposo, de este rebaño de peces.
El púgil de calzón verde noqueó a
su adversario en el séptimo round. Hasta entonces
el combate estuvo equilibrado. Intercambiaron golpes sin
mayores consecuencias. «No te dejes acorralar por
las hélices del gladiador, aduéñate
del centro del ring y sube la guardia», dijo el entrenador
antes de que algo parecido a un saco de órganos deshechos
en una batidora industrial comenzara a recibir, entre abucheos,
el castigo de la gloria.
El mejor cobijo lo he encontrado debajo de los árboles
frondosos. Las cúpulas de las iglesias me aplastan,
a las casas les falta ventilación, en los puentes
la humedad te cala los huesos y adentrarse en las cuevas
supone pactar con la negrura. Solo cerca de la corteza de
un árbol presiento el acogimiento de las madres.
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Relatos de Mario Pérez Antolín:
LA MÁS
CRUEL DE LAS CERTEZAS |
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