No tardaría, dijo, y, sobre uno de los hombros, cargó
con un hatillo mientras el niño jugaba con las bolas
de vidrio que había de colar en el hoyito. El Mochuelo
le ganaba siempre en la plaza y también cerca de los
caños.
El sol pegaba fuerte. Eran las siete y el padre tardaba
más de la cuenta. Las moscas zumbaban sobre la mesa
donde se había derramado un vaso de vino. El perro
sacudía la cola y el niño no lo miró
más. Miró a la mujer, a la madre que gemía
en el centro del patio. El charco de sangre empapaba la
tierra. El niño tenía sed, pero aún
no tenía las fuerzas suficientes para sacar el agua
del aljibe.
En sus ojos, persistía una luz que oscilaba como
el brillo del acero que había traspasado el corazón
de la madre.
El burro viejo golpeó con su hocico en una de las
puertas.
El niño no sabía cómo llorar si el
perro seguía dando vueltas, moviendo alegremente
su cola de rata.