Pero le dije que no, doctor. Que yo no podía hacer el
amor con él mientras no recibiera la aprobación
de los dioses.
El doctor tomaba notas sin mirar la hoja de papel. Su visión
estaba fijada en las expresiones enigmáticas reflejadas
en el rostro de María.
-Dieciséis años de amores es tiempo suficiente
para decidir matrimoniarse.
De nuevo el ritual de la música poseía sus impulsos.
María contorneaba su cuerpo rechoncho, expelía
pulsaciones infinitas de aire e invadía la geografía
con su voz.
“Yo te miré a través del cristal/
Y un susurro de ternura poseyó mis entrañas/
Aunque las dudas se imponían/
Mi cuerpo frente al sol se descubría, Andrés.../”
Su canción invocaba la sublimación de la inocencia.
Su rostro adquiría categoría de adolescente. Vibraban
los resortes de los músculos de su cara.
-‘Pero Andrés no parece estar interesado en el
matrimonio, doctor. Estoy cansada de esperar. La vejez alcanzó
mi cuerpo sin experimentar los placeres de los sentidos.
El doctor continuaba reflexivo. Sentada, María reproducía
los quehaceres de los espíritus que perturbaban sus humores.
Su ánimo ese día era maniático. Ella exageraba
la comunicación verbal de sus fantasías alucinantes.
-Hoy se ve feliz, María-, dijo el doctor.
Pero ella no escuchó el halago. Estaba inmersa en sus
sueños amorosos. Los dioses del amor la poseían.
-Yo sé que él me quiere”, comentó
en voz baja.
Entonces los reflejos de su alucinación delirante regresaron
revitalizados.
“Cuando al
fin me desnudé/
las fobias hacia mi cuerpo me vencieron/
y no pude abrazarte, Andrés.../”