AMANECER
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Se
levantó corriendo de la cama, ese día se le
había hecho tarde, descorrió rápidamente
la cortina con las manos y pensó que no había
una vista más maravillosa en el mundo que la que contemplaban
sus ojos en ese momento. Había llegado a tiempo. Su
balcón se asomaba al mar. Estaba tan cerca de él
que a no ser que se acercase hasta la misma barandilla, solo
veía agua.
Era el momento del amanecer, ningún otro en el día
tenía para él la intensidad que ese aportaba
a su espíritu. El cielo comenzaba a cubrirse con un
leve manto rosa, que iba adquiriendo intensidad hasta llenar
de desiguales pinceladas púrpuras todo el horizonte.
A él se le antojaba un paje que alumbrase la llegada
del rey, del sol. Cuando este hacía su aparición,
su respiración se entrecortaba. Primero era una línea
diminuta, pero de una luminosidad tal que los colores que
hasta ese momento embellecían la escena, se iban apagando
a la par que esa esfera incandescente iba tomando forma y
creciendo. Ahí contenía la respiración
incapaz de apartar la vista del espectáculo del que
cada día era testigo y que sin embargo en cada jornada
le sorprendía aún más. |
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Cuando el sol trepaba al fin sobre el mar para iniciar su
ascenso, podía escuchar redobles de tambor culminando
semejante proeza.
Entonces soltaba el aire que se había ido acumulando
en su pecho. La inmensidad de lo que veía lo embargaba
de tal manera, que en ocasiones llegaba a llorar. Se sentía
diminuto y a la vez gigante.
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Diminuto porque ante tal espectáculo la impotencia
de ser un simple observador lo desbordaba. Le hubiese gustado
fundirse en esa belleza y formar parte de ella, aunque su
vida fuese algo tan fugaz como intenso el momento que presenciaba
cada mañana
Y gigante porque él era consciente de la magnitud de
lo que contemplaban sus ojos. No entendía como el mundo
entero no se paralizaba ante semejante visión. Por
eso cada mañana para él era una inyección
de autoestima. Solo por ver y sentir el milagro que tenía
lugar frente a su ventana.
Se había convertido en un ritual, no concebía
su vida sin esa contemplación matinal. De hecho hasta
que el color del cielo no alcanzaba la uniformidad del día,
no se despegaba de su privilegiado rincón.
Si durante toda la jornada pudiese mantener en su interior
la grandeza que invadía su alma a esas tempranas horas,
todo sería diferente.
Había algo que le sorprendía tanto como cuando
de pequeño intentaba entender la infinitud del universo,
una especie de vértigo se apoderaba de su estómago
cuando lo pensaba. Al ser la tierra redonda y estar en movimiento,
siempre habría un lugar en el mundo en el que estuviese
amaneciendo. Daría cualquier cosa por convertirse en
un haz de luz, para poder viajar a la velocidad en que esta
se desplaza y vivir en un eterno amanecer. Entonces esa plenitud
que lo envolvía en su contemplación diaria duraría
toda la vida, todas las horas del día se sentiría
uno con el universo. |
Pensó
que en otra vida anterior, muy anterior, quizás fue
Aurora, la hermana del sol y de la luna, la que anunciaba
el día. La hermosa diosa de los dedos rosas que madrugaba
cada mañana para dar la bienvenida a su hermano. Incluso
en los momentos de mayor arrebato, llegó a pensar que
fue el mismísimo Helios y que alguna ofensa a un dios
más poderoso lo había condenado a su nueva condición
de simple mortal, para cada día asistir impotente al
maravilloso espectáculo del que durante tanto tiempo
fue protagonista absoluto.
A veces en su contemplación se cruzaba con alguien
que intentaba inmortalizar ese momento con una fotografía.
Inmortalizar lo que ya era inmortal... solo bastaba con poder
seguirlo.
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Su vida, de tanto desear ese encuentro, comenzó
a transcurrir muy deprisa. Tan deprisa que llegó un
momento en que los amaneceres se juntaban unos con otros.
Llegó incluso a apenas recordar lo que transcurría
entre ellos. Vivía por ese momento, ese éxtasis
que lo elevaba hasta casi llegar a esa anhelada fusión.
El cielo también se acostumbró a él y
para él cada mañana dibujaba magnificas escenas
entretejiendo los colores de la aurora y jugando con las nubes
a construir maravillosos paisajes, que apenas duraban lo que
él tardaba en contemplarlos. Las formas variaban con
la misma velocidad con la que el astro rey las apartaba de
sí con su sola presencia. Cuando él llegaba
todos los demás se apartaban y ascendía hacia
lo más alto tan rápidamente, que en ocasiones
con un simple parpadeo desaparecía de su marco visual.
Cuando las primeras pinceladas ponían fin al oscuro
manto de la noche y las tinieblas iban siendo desplazadas
por la luz, un viento suave y firme parecía aliarse
con la vida y soplaba como queriendo ayudar a despejar de
la faz de la tierra la tenebrosa falta de claridad, entonces
sentía frío y se acurrucaba contra sí
mismo sin poder apartar la mirada de ese firmamento estrellado,
que en breve resplandecería ocultando esos otros pequeños
soles.
Y fue un día de esos en los que el viento se alió
con la aurora, cuando el primer rayo lo miró de frente
y le alargó una mano, a la que se aferró como
quien busca su salvación eterna, convirtiéndolo
en el anhelado haz de luz que tanto ansió ser.
Dicen que algunas mañanas, al amanecer, un risa de
felicidad se escucha al mismo tiempo que el sol hace su aparición
por el horizonte, una risa infinita que resuena en cada rincón
del planeta cuando el primer rayo comienza a calentar, dura
apenas una fracción de segundo, pero si prestas atención
la podrás escuchar
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