SUPE
a los doce años que aquel coche tan grande era un Seat
— y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos.
Verde, como el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.
Hasta esa edad recuerdo pocas cosas pues la memoria era un
territorio inexplorado, oculto, sólo útil para
que en él pastasen mis secretos.
Eran mis doce años.
Me enseñó cómo huelen los coches cuando
nacen.
—Hay que estar muy atenta porque este instante es único
y no se olvida nunca. Este olor primigenio sólo escapa
el día que su dueño abre sus puertas por primera
vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.
Y era cierto. Nunca más lo olvidé. Porque un
poco más tarde y también para siempre habría
de recordar el clic metálico que hace que se desmayen
los respaldos. La frialdad del plástico de las tapicerías
pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi saliva. El
apretón caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo.
La liviandad del mío.
Supe el tacto del semen, como la goma arábiga, y su
olor, a lejía.
En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para
usar el bidé. Me enseñó a hacerlo y me
quedó la impronta de aquel agua caliente corriendo
por el cauce de mis muslos al tiempo que mis ojos se perdían
en un paisaje azul de baldosines.
|
del
libro "Los círculos concéntricos"
|
Allí, quieta, escuchando
el revuelo de aquel agua mientras era engullida, mientras el
sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí a recordar.
Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras
contaba doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban
la cortina en la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta
abajo, en la salita. Doce veces cantó mis doce años.
Doce años cumplí sentada en un desagüe.
Ese fue mi regalo, recordar. Recordar cómo huelen los
cuerpos cuando se abren en ese instante único. Recordar
ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño
abre la puerta por primera vez. Sólo una vez. Y sólo
al primer dueño. |