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El
sopor de la tarde atravesado por las aves de río.
La tarde del
saúco, de la flor concebible, la larga tarde roja
del aliso. El murmullo del agua en las raíces,
el manantial oculto. Las luces encendidas de todas las
ciudades suavizadas por la memoria. Una casa en lo alto
en la que nadie entra y de la que nadie sale, una puerta
que gira alrededor de su secreto. El aliento que preserva
la llama sobre la penuria de la ceniza,
el vaso en la ventana en el que crece muy despacio la
luna. La mano que ahora escribe sobre el mismo crepúsculo,
la mano ensimismada, sorprendida en su inmortalidad, lenta
en las extensiones del misterio. Dos pájaros inmóviles,
inmensos en la usura del cielo. Dos luces diminutas, temblorosas
aún, y el horizonte que de pronto se arquea para
que pase un ángel. |