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Me encontraba en un examen de mecánica cuántica
el día que estalló la guerra del Golfo,
demostrar
que en el estado de más baja energía de un
átomo de hidrógeno,
el potencial atractivo creado entre el núcleo y el
electrón
disminuye exponencialmente a grandes distancias
(AYUDA: el cálculo es más fácil
utilizando la Ecuación de Poisson).
Me puse del lado occidental.
Algunos abandonaron el aula.
Siguiendo a Wittgenstein,
supongo,
pensé en alistarme.
Después, meses de lluvia y vídeojuego
sobre Bagdad, te quedabas a dormir más noches,
tu cuerpo segregaba dulce,
en el desayuno hablabas de banderas,
de horizontes espesos como mercurio, pero,
quizá también siguiendo a Wittgenstein,
todo aquello me daba igual,
había otro rehén que rescatar en mí,
otro petróleo por consumir,
otro desierto por tomar.
Ahora, más allá de esa distancia en la
que las cosas
giran alrededor de las cosas,
únicamente este deseo de mortandad,
esta mezcla de intuición y física de mentira
en la que la poesía nos va diluyendo,
ni siquiera huelo ya la pólvora
con la que miné mis redundancias.
3.1
Todas las noches son la misma
menos ésa que, si a la nada
por necesidad le sigue la nada,
no sabes por qué llaman Fin de Año,
ésa que te coge en retrasos por sorpresa
[a causa de la niebla Spanair informa]
en aeropuertos levantados con niebla,
entre razas que son niebla
entre happy christmas diferidos por la niebla
entre móviles palpitando en bolsillos de
niebla
en el espejismo de que esta vez no viajas solo
en la certeza de que al llegar sólo niebla
te espera,
y te entretienes en la confección de metáforas
brutales,
las cabezas de esta muchedumbre
son las burbujas de la copa de champán
en la que cada fin de año bebe Dios
antes de distribuir el azar y caer borracho