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LA ODISEA DE ATENEA (parte I)

Rondaba el año 300 a.C. los dioses griegos disputaban sobre varias hipótesis para lograr la belleza exacta.

-Yo creo, pensando la verdad, que mi respuesta es la más acertada de todas –decía el Dios Apolo con ciertos aires de superioridad-. La perfección ideal se encuentra en la belleza masculina.

En ese instante se rompe el murmullo, y salta impulsiva la Diosa Atenea.

-¡Por todos los Dioses! ¿Quién te has creído que eres? Las mujeres no nos quedamos atrás para nada, apuesto que en algunas de las mortales habrá dotes sobrenaturales.

Apolo muestra desinterés por lo que reclama Atenea, y vuelve la cabeza a otro lado pensando en sus falsos engaños, cada uno de los dioses se vuelca a un bando; pero ahora el que se levanta es el Dios Zeus, la multitud intenta mantener la calma.

-Mis Dioses, prestad atención, ¿por qué somos lo que somos? Yo creo que nadie podrá averiguar una respuesta más concluyente que la que afirmemos nosotros, porque ya obtenemos la valiosa perfección, somos inmortales, y hacemos y deshacemos a nuestro antojo. Los mortales son nuestros siervos, y siempre lo han sido, son unos incultos, no podemos aprender nada de ellos, su vida está manchada de lujuria, ser mortal es indeseable.

Tras el discurso de Zeus, los dioses reflexionan ante su propuesta, todos se muestran de acuerdo ante él, menos la rebelde Diosa Atenea.

-Lo siento Zeus, pero no afirmo lo mismo que usted, si quiere puede excomulgarme, pero pienso que los mortales son más sabios que los dioses, y que su vida está llena de valor y enseñanza para poder manejarse en su corto tiempo.

Zeus con furia e ira lanza un rayo, y exclama agresivamente:
Zeus lanzando un rayo
-¿¡Pero cómo puedes decir tal cosa Atenea!? Estás comparando un inmortal con un mortal, es imperdonable, te mereces el castigo de ser como ellos.

Un gran impacto golpea a Atenea, y cae al suelo, no puede sostener su cuerpo, ni siquiera sus ojos, que se van cerrando lentamente mientras se le queda grabada la burla de sus supuestos amigos y compañeros. Al volver en sí, se halla indecente, sin sus hermosas telas de oro y plata, las personas se le quedan mirando como si estuviese cometiendo una deshonra, se encuentra avergonzada, queriendo escapar, pero debe afrontar su decisión. Al rato un hombre se le acerca, y le ofrece cobijo y ropa, esta acepta encantada por su grata amabilidad. La lleva a una pequeña morada inmoralmente adecentada y con disturbio, toda llena de instrumentos complejos; se agacha y con su larga barba casi rozando el suelo se sienta frente a ella, y le presta vestimenta de hombre, esta no tarda en vestirse.
Atenea
-Gracias por todo lo que ha hecho por mí, mi nombre es Atenea, ¿podría usted decirme el suyo? Me complacería mucho saber de tan buena gente que ha ayudado a una persona tan indecorosa, como lo es, mi ser.

El hombre con cierta paz interior, la mira, la observa, detenidamente coge un papel, se pone a hacer rayas con carbón, agarra dos palos unidos a una fina cuerda, uno deja rastro en el papel, otro sirve de sustento, y tras otro prolongado tiempo de admiración firma en él. Atenea lee: Euclides.

-Euclides, ¿no? Agradecida de conocerle.

Y por fin, con los labios resecos, empieza a segregar saliva que los impregna.

-¿Sabes leer y escribir?

Atenea se queda paralizada, no puede decirle que fue una diosa, la tomaría por loca, debe inventarse alguna excusa.

-En mi infancia me enseñaron.

Euclides comienza a exaltarse por ella, coge papeles agrupados entre sí y algunos de sus instrumentos, y le dice brevemente:

-Con tu autorización, deseo que seas mi alumna en la Escuela de Alejandría.

La clase iba a empezar, había alumnos de muchas etnias, posiciones e ideologías, pero todos estaban allí por la misma labor, aprender ciencia.

Atenea escueta absorbe sin descanso las explicaciones y teorías de Euclides, le enseña a usar el compás, a realizar polígonos, le explica que los ángulos de un triángulo suman 180 grados, y por último le instruye las propiedades de las líneas. Euclides se muestra muy cordial con todos sus alumnos, y con los judíos, lo que impresiona mucho a Atenea.

(continúa leyendo en el siguiente texto)
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Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras